El joven albatros flota por primera vez en su vida sobre el océano abierto, muy lejos de tierra. Chapoteo tras chapoteo, va disfrutando del roce del agua fresca entre sus finas patitas rugosas. Destaca y reluce su elegante figura sobre la suave ondulación marina que lo balancea con gracia. Lleva los ojos entornados por la hechizante luz de un sol agradable y amigo. Nunca en su vida ha sentido tanto y tan fuerte el vivir. De pronto, terremoto movedizo: una inmensa sombra negra emerge desde las profundidades azules del mar. Antes de poder sentir el miedo, el albatros siente las afiladas cuchillas rasgar y regar su pequeño cuerpecito de dolor. Aletea, confuso, corazoncito al borde del colapso, nota cómo su zarpita izquierda queda atrapada en la trampa para albatros de un océano que se cierne sobre él sin remordimiento ni misericordia. Justo antes de iniciar la fría bestia su descenso final hacia las profundidades con su premio vivo apresado entre sus fauces, el albatros se revuelve por puro instinto y clava su alargado pico en la redonda y oscura cavidad ocular del monstruo. El monstruo abre la trampa; el joven albatros logra escapar, y huye al vuelo de la negra muerte, dejando tras de sí un remolino de espuma blanca entre plumas.
* * *
El albatros, aún malherido, sobrevuela nuevamente la bella inmensidad de aquella masa que ayer estuvo a punto de ser su tumba. La mar dice: ven conmigo. La mar repite: ven a mi lado. El alado animal no puede resistir la llamada del mar, y se lanza en picado hacia su posible cementerio.
¿Qué hace el albatros volviendo a posarse en la mar que le acecha con tantas bocas hambrientas?
El albatros emite extraños graznidos: deben de ser carcajadas
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