Se llamaba Margarita, y era tan gilipollas que tenía la casa entera llena de margaritas –las flores, se entiende. Se compró un DVD solo y exclusivamente para ver una película: “Margarita se llama mi amor”, se llamaba aquella película. Su pizza favorita era la margarita, y cada vez que iba a un bar, se pedía un margarita; si no había, bebía agua. Y precisamente de agua es de lo que hablaremos ahora. O más concretamente, del agua del grifo que llega a las casas de los humanos del primer mundo.
Para ponernos en situación, hay que decir que tras una conjunción de motivos –todos ellos con un denominador común: la poco limpia mano del hombre-, unos motivos repetidos y re-repetidos a lo largo y ancho de decenas de décadas, todo lo que había en la tierra, incluyendo, por supuesto, el agua de los embalses, había quedado gravemente contaminado.
En resumen: la basura humana lo ocupaba todo. Era como un dios, omnipresente. Todo apestaba, pero el punto a favor que tiene vivir en un enorme estercolero es que la gente, llegado a un punto, ya no lo nota, excepto por pequeños instantes en los que las narices, saturadas, incapaces de engañar más al cerebro, se toman un respiro de realidad. Entonces llegan las fatigas y las náuseas. Sería absurdo hablar hoy de “aire”, “tierra” o “agua”, o al menos tal y como se hablaba de ello hace siglos: hoy eran elementos completamente distintos, con otros colores y olores y sabores, con propiedades y compuestos muy diferentes. Y si no se los llamaba de otra manera, era solo por amnesia o por pura pereza.
En todo caso, absortos en la inocencia, en la inconsciencia o en el cinismo, la gente seguía haciendo y llevando la misma vida de siempre, viviendo en el espejismo de un presente continuo invariable. Como si no pasara nada nuevo en el planeta. Como si no fuera otro mundo el que hoy tenían bajo sus pies, o como si el cambio de este mundo no fuera con ellos. Y es evidente que tomarse así las cosas, incluye, por supuesto, seguir haciendo algo tan sencillo y cotidiano como es el hecho de “regar las plantas”. Por eso Margarita regaba cada día sus margaritas con ese compuesto aún llamado agua, líquido rojizo y turbio que salía del grifo de su cocina cada vez que lo accionaba para cumplir con sus necesidades, o con sus rutinas y tareas diarias (fregar, regar y beber principalmente). El agua no era ya agua, apenas parecía agua y, sin embargo, aún era agua, pues como agua era pensada y tratada y de agua eran los usos que se le daba continuamente: con eso le bastaba para ser. Pero hay que decir también, por no criticar más a la sustancia impostora, que las margaritas, lejos de mostrar síntomas de decadencia o de putrefacción al ser bañadas con ese fluido tan extraño y algo maloliente, cada vez lucían más esbeltas, más bonitas, más brillantes, pero sobre todo: más grandes. No obstante, las margaritas experimentaban un crecimiento tan gradual, que Margarita apenas pudo percatarse de la suprema anormalidad de lo que estaba sucediendo frente a sus narices: sus margaritas, así como todas las flores y plantas de todas las macetas del barrio, fueron creciendo hasta tal punto, que ya formaban un bosque frondoso en el interior de cada casa.
El bosque iba cubriendo paredes, escalando muebles, surcando cuadros y los marcos de las puertas, pero nadie era capaz de percatarse del cambio acontecido en sus hogares: pues más allá de la gradualidad de dicho cambio, todos pensaban que aquella nueva belleza era fruto del supremo gusto decorativo que ostentaron desde siempre. No quedaba otra opción que el bosque siempre hubiese estado ahí, siendo todos ellos unos grandes expertos en interiorismo como eran.
Por otra parte, y retornando de nuevo adentro de este nuevo bosque interior de margaritas inmensas y crecientes que vivían en casa de Margarita, hay que destacar que éstas no solamente se desarrollaban en tamaño: también en inteligencia. Las monstruosas margaritas de Margarita iban adquiriendo poco a poco ese atributo teóricamente prohibido para toda especie que no fuera el hombre: fueron adquiriendo consciencia.
Una tarde, mientras Margarita estaba trabajando, una bella mariposa se coló por la leve rendija de una ventana entreabierta del living room. Las margaritas quedaron todas encandiladas nada más verla surcar los cielos de su salón: era la primera vez que veían algo como eso, o al menos, era la primera vez que eran conscientes de ver un movimiento tan dulce y delicado como ese, tan lleno de corazón, de color y de vida, y se enamoraron al instante de aquello: no pudieron evitarlo.
Para intentar seducir a la bella mariposa, las margaritas comenzaron a agitarse suavemente de un lado para otro, a balancearse como el viento sin viento de un baile de amor totalmente novedoso que dejaría boquiabierto a cualquier seguidor de Darwin. La mariposa observaba todo aquello sin dejar de volar, sin dejarse posarse, sin duda atraída por ese movimiento romántico de las margaritas… pero también algo asustada. Para aquella mariposa, todo esto suponía una novedad inconcebible y desconcertante, y no podía evitar el intenso miedo natural a lo desconocido; no obstante, eso no la privó del jugueteo: ella bailó y bailó al son del ritmo de las margaritas a lo largo de varias horas, hasta que al final, cansada de tanto baile, perdiendo ya la diversión y el estímulo, regresó a la rendija de la ventana y escapó hacia la libertad del mundo.
La mariposa se había marchado para siempre del bosque interior de margaritas, pero las margaritas habían quedado tremendamente afectadas: ya no eran las mismas de antes: ahora estaban experimentando, por primera vez en sus extrañas vidas, las consecuencias del cruel desamor. Las margaritas comenzaron a emitir un sonido triste, muy agudo, un silbidito zumbante, aunque tenue, como el canto infinito de un grillo, como un llanto de desgarro inmortal. Y así permanecieron el resto del día, como llorando, hasta que Margarita llegó a su casa tras terminar su jornada laboral.
Al abrir la puerta de su casa, Margarita se percató al instante y se extrañó muchísimo por el origen del ruido. No sabía de dónde podría provenir… ¿del antiguo microondas? ¿de la plancha conectada a la corriente? ¿de las tuberías de la cocina? ¿del piso vecino? Con mucha atención y cuidado, fue Margarita siguiendo los indicios de ese extraño sonido, como sabueso que sigue un aroma raro porque perturba por completo la normalidad, y no tardó mucho tiempo en encontrar su verdadera causa al focalizarlo en las inmensas margaritas que la rodeaban por todas partes. Las margaritas, al verla allí plantada mirándolas con la cara pálida, estiraron sus hojas y agarraron a Margarita por un pie, por un brazo, por el hombro, por el cuello, por el muslo, por la cadera, por el otro brazo, por el glúteo, por el otro pie, por la boca, y la separaron del suelo sin dejar de llorar ni un instante. Margarita estaba ahora alzada en el aire y completamente aterrorizada, tambaleándose como en una hamaca raptora de la que, intentara lo que intentara, no podía zafarse. Tampoco podía gritar para alarmar a sus vecinos, pues tenía la boca completamente cubierta por las enredaderas de las margaritas. Fue entonces que la margarita más grande de todas agarró las dos muñecas y los dos tobillos de la mujer, y comenzó a arrancarle uno por uno sus dedos
Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere. Me quiere
No me quiere. Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere.
Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere. Me quiere
No me quiere. Me quiere. No me quiere. Me quiere. No me quiere.
“aaaaaaaaaaaaaaaaaaaa”
Gritaron las margaritas, y la gran margarita planta, furiosa, giró el cuello de la margarita humana hasta que sonó un breve “clac”.
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