Decía Mariano Rajoy hace una treintena de años que el igualitarismo es injusto por naturaleza, y que los mejores se merecen más que el resto.
«Ya en épocas remotas –existen en este sentido textos del siglo VI antes de Jesucristo- se afirmaba como verdad indiscutible, que la estirpe determina al hombre, tanto en lo físico como en lo psíquico. Y estos conocimientos que el hombre tenía intuitivamente –era un hecho objetivo que los hijos de “buena estirpe”, superaban a los demás- han sido confirmados más adelante por la ciencia: desde que Mendel formulara sus famosas “Leyes” nadie pone ya en tela de juicio que el hombre es esencialmente desigual, no sólo desde el momento del nacimiento sino desde el propio de la fecundación».
El Faro de Vigo, 1983
Contrastan sus palabras consigo mismo, como si hablara un judío en defensa de tesis nazis, o un afroamericano apoyando al Ku Klux Klan (claro que se trata de un tiro en el pie disparado de forma torpe: el ego de este señor le ha tapado siempre la pobre imagen que le devolvía el espejo). No obstante, sea como fuere, aceptemos como válida esta discutible tesis: los mejores merecen más, y el anti-igualitarismo es lo natural y más justo. Bien. Una vez aceptada dicha tesis, surge una pregunta: ¿Qué es ser mejor?
Ser mejor es destacar, poseer algún factor distintivo y fuertemente valorado por los otros miembros de una sociedad. ¿Pero qué factores pueden alzarte a las alturas del “ser mejor”? Aquí tenemos un nuevo dilema.
Seguramente pocos duden del hecho de que los comportamientos o habilidades valoradas van a diferir en función de las diferentes perspectivas: ser mejor es relativo. Nadie puede ser mejor que nadie en absolutamente todo, nadie es mejor que nadie en todos los lugares por igual, y nadie tiene por qué valorar a nadie igual que es valorado por otro. Sin embargo, parece que el señor Mariano Rajoy, ineptitud aparte, ha llegado a ser «lo mejor» –o al menos, así lo demuestran las urnas: el mejor según la definición que se les presupone a las sociedades democráticas occidentales, pues ha llegado a ser el presidente de su país. ¿Pero existe realmente tal percepción dentro la sociedad española?
CIS: Rajoy vuelve a ser el peor valorado de los líderes políticos españoles
(Datos de mayo de 2017)
Parece ser que algo falla…
El papel de la ideología
El destacado psicólogo social Erich Fromm planteaba en su obra póstuma «Sobre la desobediencia y otros ensayos» el problema del carácter social de la siguiente manera:
«El miembro de un pueblo primitivo que depende del asalto y el saqueo de otras tribus, debe tener un carácter belicoso, apasionado por la guerra, la matanza y el pillaje.
«Los miembros de una tribu pacífica, agrícola, deben ser proclives a la cooperación en cuanto ésta se opone a la violencia.
«La sociedad feudal funciona correctamente sólo cuando sus miembros tienden a someterse a la autoridad y a respetar y admirar a aquellos que son sus superiores.
«El capitalismo sólo funciona con hombres ávidos por trabajar, disciplinados y puntuales, cuyo mayor interés consiste en el lucro monetario, y cuyo principio fundamental en la vida consiste en el beneficio económico que deriva de la producción y el intercambio.
«En el siglo XIX, el capitalismo necesitaba de hombres partidarios del ahorro; a mediados del siglo XX necesita de hombres frenéticamente interesados en gastar y consumir;
El carácter social representa la forma en que se moldea la energía humana para aprovecharla como fuerza productiva en el proceso social (…) La persona media debe ‘querer’ hacer aquello que ‘debe’ hacer para desempeñarse en una forma que permita que la sociedad utilice sus energías para sus propios fines. Dicho carácter social va a ser reforzado por todos los medios de influencia accesibles a una sociedad: su sistema educativo, su religión, su literatura, sus canciones, sus chistes, sus hábitos y, por encima de todo, sus métodos familiares para criar a los niños.»
Podemos afirmar, por lo tanto, que la ideología de una sociedad nace de la realidad económico-material en la que esta vive, más que de su esencia o naturaleza. De esta manera, «lo mejor» se identificará en cada época con lo que la ideología dominante demande; y en la actualidad, el «ser mejor» se viene identificando con las posesiones materiales: con el dinero y con el éxito profesional fundamentalmente. Será mejor hoy en día, en definitiva, quien demuestre una mayor capacidad, interés y éxito con respecto a un aspecto muy concreto: la ambición económica.
Pero de la misma manera que esto es así, la inmensa mayoría de los ciudadanos nos vemos obligados a asumirnos en la humildad, aun teniendo dotes y deseos de codicia creciente. Pues en un sistema como el nuestro, la desigualdad es un criterio de existencia y de crecimiento. O dicho en otras palabras: para que uno crezca, otros deben decrecer. Y no todos partimos desde una misma línea de salida. El igualitarismo tan denostado por Mariano Rajoy es, de hecho, intrínsecamente inalcanzable dentro de esta lógica sistémica: él sólo trataba de defender el status actual de las cosas −dentro del cual, a él le ha ido bastante bien (nadie sabe exactamente por qué, pero es así).
La necesidad de un señuelo: la «meritocracia»
Dentro de la definición más o menos rígida de “lo mejor”, y en un sistema de propiedad privada hereditaria, alcanzamos rápidamente una conclusión redundante: ser “el mejor” se hereda –tal y como afirmaba Rajoy-, pero no tanto por los efectos de la genética, sino por los efectos de la propiedad –ahí es donde él se equivocaba ¿o acaso es puro cinismo lo suyo? No obstante, y principalmente desde los grandes medios de comunicación, nos venden –continuamente, permanentemente- las gestas de aquellos que “se han hecho a sí mismos” a través de la voluntad indomable y de la insistencia firme en busca de un sueño imposible; esos grandes héroes del capital que han llegado a acumular fortunas escandalosas partiendo de cero, e incluso de un sucio «sótano», como es el caso de Amancio Ortega –obviando, eso sí, sus escasamente éticos métodos productivos; pues todo fin justifica los medios (al menos, claro está, siempre que ese fin sea la ambición económica). Y para poder sustentar ideológicamente todo esto, han llegado a inventar un término muy pop: la mertitocracia. ¿Te suena? (mérito + democracia ¡Qué cuqui! ¿No te apetece de repente ser todo un meritócrata?).
Un caso digno de mención, ya que se utiliza con bastante frecuencia para apoyar esta loa constante a la superación heroica, al trabajo incansable y al “no hay sufrimiento sin recompensa”, lo encontramos en el mundo del fútbol:
(etc., etc.)
Continuamente se rebusca en los desafortunados cubos de basura del pasado de tanto futbolista latinoamericano o africano, con un futuro que a punto ha estado de quedarse atascado en el pozo de su submundo deprimido, pero que finalmente logró salir a flote gracias al fútbol y a la estratosfera gracias a una sociedad que considera al fútbol como uno de sus dioses. Lacrimosas historias de superación, corazones ablandados, orgullo de que esto pueda llegar a ocurrir, ¡justicia, al fin! posibilidad de avanzar, de crecer, de creer, hasta para el más desafortunado de entre los desgraciados que dios vomitó en el tercero de los mundos…
…pero pasando por alto –¡vaya por dios!- un pequeño, pequeñísimo, diminutísimo detalle: que todos esos casos representan, y exagerando muy mucho la siguiente cifra, un 1% respecto al total de los seres humanos que viven en la miseria.
Un 1% de todos aquellos que, habilidades o capacidades aparte para poder demostrar ser mejores que el resto, ya sea allí o en otros lugares más prósperos, no han salido ni podrán salir jamás de esa miseria impuesta por un sistema depredador que es capaz de abandonarlos en las fronteras o en las altas aguas del estrecho, donde se ahogan a millares día tras día.
Un 1% para tapar al 99% restante. Un gran escaparate ideológico para ocultar todos los escombros. Una MENTIRA enorme disfrazada de realidad. Porque cuando la mentira se adentra en las mentes sin ojos, se acaba por convertir en VERDAD para todos aquellos que ya no los necesitan.
¿Queda aún algo por hacer?
Un escritor tan universal y clarividente como José Saramago, en su galardonada novela “Ensayo sobre la ceguera” (1996), nos adelantaba las consecuencias de esta deriva ideológica mediante la historia de un mundo en el que la ceguera actúa como un virus implacable que infecta paulatinamente a todo el tejido social.
En el fondo, lo que nos intenta plantear el autor mediante esta sagaz metáfora puede dividirse en dos grandes cuestiones:
- Por una parte, ¿cabría mantener la esperanza en un mundo como este?
- Por otra, Saramago nos lanza una adverencia: es fundamental mantener los ojos bien abiertos cuando los han perdido todos los demás.
Lo cierto es que las revoluciones, en un mundo injusto, surgen de debajo de cualquier piedra. Y todos tenemos ojos, aunque nos los tapemos o nos los tapen. ¿Podemos mantener entonces la esperanza en el sentido de la vista, o lo utilizaremos principalmente para ver las nuevas series de Netflix?
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