e-Briø

El hombre miraba al hombre a la cara, viéndose en él a sí mismo. El hombre era una víctima de sí mismo a fin de cuentas, ya que la mirada severa de su interlocutor, su propia mirada en el fondo, le impedía sentirse cómodo, libre, asesinando cualquier leve atisbo de algo que se le parezca aun lejanamente a la felicidad.

Allí permanecían ambos, parados frente a frente en medio de la noche, uno con la mirada de un cachorro abochornado, otro con la mirada seca de un fascista. Los ojos lo decían todo, aquello era un canal insondable en el que se transportaban todos los ataques del agresor a la víctima, un agresor virtuoso que no toleraba en silencio la suprema imperfección del otro hombre derrotado totalmente en el interior de sí mismo. Y allí no había alegría: sólo sufrimiento, infección, presión, juicio, conflicto, guerra y muerte.

El hombre abochornado comenzó a huir del otro hombre. Y mientras corría, por entre veredas de tierra embarrada rodeadas de hierba oscura en la noche, comenzó a llover de forma torrencial, y la lluvia no cesaba de arreciar sobre su rostro como piedras que se disuelven en la piel, y cayeron rayos que gritaban tardíos desde el techo negro de ese cielo, y el hombre sentía la mirada de aquel otro hombre clavada hondamente en su achepada espalda, como una espada de espinas. Corría, corría, corría: era lo único que podía hacer. Escapar de esa prisión a la que esa otra persona en sí mismo le estaba sometiendo… Huir

lejos.

El observador severo no se movía de su sitio, pero se mantuvo firme sin embargo: parado en su lugar como una roca impasible, mirando el camino vacío de la noche mientras el hombre cobarde huye –y aún sigue huyendo- sintiendo su mirada penetrante incrustada en su nuca mientras corre, ya lejos de su mirada.

La oscuridad de la noche impedía todo contacto posible entre ellos y él estaba ya libre de sus extrañas y rugosas fauces; sin embargo, seguía sufriendo su poder sobre sus entrañas, como una maldición, como un hechizo maligno, como una enfermedad incurable. Tan sólo podía avanzar, seguir huyendo.

 

 

Y corrió, y corrió, y corrió, hasta que de repente el sol comenzó a brotar frente a sus narices empapadas de sudor, moco y lluvia. Y el cielo dejó de llorar, ya solo brotaba de él alguna gota fresca de aquella tormenta recién extinta. Y encontró el perfil de una mujer en el horizonte, una bella mujer, una obra de arte de cualquier dios, eso era, lo que en el fondo anhelaba, lo que siempre quiso encontrar y no pudo, y avanzaba y avanzaba hacia ella sin ni siquiera pensarlo, atraído por la llamada de un camino infinito que se paraba ante aquellas curvas imposibles:

-tú. tú eras eso. –se dijo el hombre a sí mismo.

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La fatiga y la euforia de encontrarla le hacían sentirse desfallecer y arder a la vez. Tanto que sus labios eran ya incapaces de pronunciar palabra ninguna ni sus músculos obedecer más que a sus instintos más básicos. La mirada de aquel hombre severo acababa de borrarse totalmente en él. Sin duda, estando tan lejos de esas rejas, estaba ebrio de gozo. Borró todas las fronteras, al convertirse éstas en el único mundo, en ella. Y comenzaron a hacerse el amor con la mirada…

 

 

Lo que ese hombre no sabía, era que aquella vereda era el peor laberinto: un camino en círculos. Tan leve era su holgura curva que siempre pensó que estaba huyendo hacia adelante, cuando en el fondo sólo estaba volviendo a sus inicios. Y como aquel que da una vuelta completa al mundo para regresar al punto de partida, allí se encontraba frente a su monstruo, transformado entonces en pura belleza… ¿o quizás era él quien lo había transformado todo? ¿quién era el verdadero monstruo? ¿de qué estaba huyendo realmente aquel hombre?

Habría que esperar hasta la noche siguiente para la vuelta de la tormenta

y, como náufrago, volver a encontrar la respuesta a sus súplicas de esperanza en la mojada huida de una botella…

 

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