Entonces se sentó en frente de sí mismo, dispuesto a confesarse su mayor secreto:
Vivo en un ambiente pleno de amoralidad, en el que se respiran tantas y más incoherencias… no es un choque de trenes, es un atropello continuo. Pero lo tengo muy claro: esta vida es mucho más libre que aquella atmósfera opresiva que se respira en las denominadas como “vidas de bien” -o al menos, así lo es para mí; no sé qué habrá sido de los demás, y tampoco tengo la manera de saberlo ¿la tendrán ellos? Yo sólo sé que cuando me imagino viviendo como ellos, puedo ver claramente cómo me pudro poco a poco por dentro y por fuera. Me veo claramente frente a un espejo bien limpio de ácaros, entre los ácidos y alimonados aromas de un ambientador de baño anunciado por la televisión que gobierna la casa, un espejo que me muestra toda la realidad del asunto: cenando con suegros, perdiendo pelo, arrugando mi rostro, ganando barriga, enfermando por dinero y su puto estrés derivado, pagando a los bancos más intereses que préstamos, ejerciendo el poder sobre tres pequeños monstruitos o meciendo en una nueva cuna a una nueva víctima, alternando sueño con cansancio entre desganados y afilados turnos nocturnos; envejeciendo… envejeciendo y muriendo. Muriendo pero estando vivo, viviendo en una condena. La mayor hipocresía comienza cuando el “estar con” es un contrato mercantil y moral, esa es la madrastra de esta falsa vida, esa es la vida que se supone que debo llevar, a la que se supone que han de aspirar todos los seres humanos a partir de ese momento en el que les aborde un supuesto sentido de madurez esculpido a colmillo y sangre. La trampa en la que se apaga la llama que ya apenas brilla dentro de mí, la zarpa que te hace perder el sentido al entregar toda tu vida a un solo puto dios, siempre inaplazable, siempre indestructible, siempre incuestionable; cadenas, sólo cadenas: las cadenas de la mujer y del hombre que llevan la vida Como Dios Manda. Todo lo que se salga de esa línea continua constituye una extravagancia intolerable, un comportamiento incomprensible, un atentado gravísimo contra la suprema normalidad. Y yo me veo lejos de aceptar los preceptos del camino marcado. Soy un anormal fugitivo y huyo de la mirada aleccionadora de la gran bestia que todos sois, la que formáis entre todos. Por eso me veo forzado a vivir en la clandestinidad…
Nada más escribir ese último punto suspensivo, dejó pulsada la tecla Delete. Había mirado de frente a su secreto, pero no había encontrado el alivio. Creía que estaría allí, pero no: la presión seguía dentro, intacta, pegajosa, infinita, inmortal. Fue consciente en ese momento de que escapar era prácticamente la misma condena que no hacerlo. Supo en ese momento que estaba atrapado entre dos mentiras; pero sólo una era la suya, y en ella…
estaba solo consigo.