Yo quería probar una naranja; de esas que cuelgan y caen de los árboles de la acera de mi calle
“Están agrias”, me decían todos.
Pero, que yo sepa, aquellas naranjas podían estar tan agrias como azucaradas, tan dulces como amargas, tan suaves como ácidas, insípidas o sabrosas. Las palabras no me convencían. La curiosidad me pudo. Persuadido por su apetitosa y anaranjada envoltura, y a pesar de las numerosas advertencias que argumentaban en su contra, al final, probé una… y he de reconocer que su sabor era realmente desagradable. Sin embargo, lejos de sentirme idiota por no haber obedecido, lo que sentí fue una profunda contrariedad. Aunque las advertencias tuvieran en este caso su gran porción de razón, no pude evitar preguntarme cómo es que todos ya sabían -y sin albergar la más mínima de las dudas- que aquellas naranjas estarían agrias, si nunca consintieron ni jamás consentirán en llevárselas a la boca. ¿Se puede tachar a una naranja de malos sabores sin haber hecho siquiera el intento de conocerla, basando sus argumentos en aquello que una vez oyeron, en aquello que se dice, en aquello que les contaron de ellas? ¿Y las naranjas? ¿Nacieron ya agrias? ¿O puede que de tanto oírse así, agrias se volvieran?
Para el caso, poco importaba: ellos ya habían dictado su sentencia. No necesitaban saborear para saber, ni requerían pruebas para condenarlas a todas por siempre a la agrura… Pero,
quizás,
por ello se pierdan el cítrico placer de encontrar,
algún día,
un delicado y delicioso, dulce y sabroso
esférico manjar, color de fuego y de otoño,
olor de azahar,
un tesoro olvidado para los paladares del mundo
tirado en alguna acera de alguna calle cualquiera…
el prejuicio, dibujo y proyectil de elaboración casera
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