Fran, voz de suspiro, huesos de piel, vive ahora en una silla. No siempre fue así, él en su día caminaba, pero andaba sin orientación, se tambaleaba como las borracheras, pues el equilibrio, siempre su punto más flaco, se le iba volviendo poco a poco más anoréxico, raquítico… hasta que al final, tras una operación peligrosa e indignante, su equilibrio definitivamente murió… O se lo mataron las negligencias. Desde entonces, él anda sentado.

El médico y la madre le han prohibido el alcohol y el tabaco. El padre no opina: no está. Nunca está. Y ahora tampoco se le espera. Pero el alcohol y el tabaco siempre fueron las cosas que más le gustaron del mundo; con el permiso del amor, claro está, que tanto se le escapaba siempre… siempre.

Si existe un momento en el que el huir esté justificado… ¿no es este? Si no va a volver a caminar ¿quién coño le va a negar el volar? Volar, aunque sólo sea en su mente (¿Quién? ¡La muerte! solo la muerte que se le aproxima, a él con más prisa que a nadie, con los excesos).

Su médico y la madre lo saben, él no tanto. O no le importa tanto; al fin y al cabo… estamos hablando de huir. Fran quiere volar por encima de todos y de todo, lo anhela, de veras lo necesita, como a la sangre sus venas ya hartas de soportar la quietud. Fran está cansado de tanta aridez en el mundo. Este mundo no lo hicieron para él; él, que se siente tan mudo entre tantas voces, que siente que nadie le entiende, necesita su dosis de amor… u otras drogas.

Como no puede discutir con su médico, discute con su madre. Dice que ya no se hablan

-«Lo que te hace falta es hablar con la cabeza y con el corazón: la cabeza es para respetar a tu madre. El corazón, para respetarte a ti»

Creo que llegué a decirle mientras nos fumamos aquel cigarrillo. Claro que hablar siempre es lo más fácil…

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