Me pongo en pie de un salto, doy un tirón a la cuerda que cuelga horizontal todo a lo largo del coche y hago sonar la campana de parada. Pero no aguardo: salgo a la plataforma y me dejo caer en un salto perfecto –estoy en forma–, mientras el tranvía dobla la esquina despidiéndose con su «tin–tin» cascabelero. Me encuentro en mi plazuela del Reloj; no porque hubiese alguno a la vista sino porque existió uno de sol en la fachada del convento de agustinas recoletas, derribado durante la Primera República. Me siento en un banco sintiéndome como en la cima de mí mismo, en una esfera cristalina, purísima, de una absoluta y deslumbrante blancura. Me contemplo asombrado: ¿Es posible sentirse así, Dios mío?
—¿Por qué no va a ser posible?
Una voz educada, neutra y a la vez penetrante. Me vuelvo hacia el personaje que, sin yo advertirlo, se ha sentado junto a mí. Aspecto de señor bondadoso, pero no blando, actitud de haber vivido y estar de vuelta, aire reposado pero ojos sabios y muy vivos. Su traje más bien convencional, con corbata muy discreta, de quien no se cuida de eso y se limita a no llamar la atención.
—¿Decía usted?
—He contestado a tu pregunta. No tiene nada de imposible que un hombre consiga elevarse a lo más alto de sí mismo, aunque reconozco que muy pocos lo intentan y la gran masa ni sospecha poseer esa cima.
—Pero ¿usted…?
—No. He venido porque me has llamado.
—¿Yo?
—Has dicho «dios mío»… Yo soy ese dios y aquí estoy.
Le miro atónito, disimulando mi cautela.
—No me mires así, no soy un loco: soy dios. El tuyo, por supuesto; tu dios, sin mayúscula. Por eso me presento como me ves, según tu estilo. Si yo fuese el Dios oficial no me verías o, si acaso, me aparecería en la forma convencional: colocado entre nubes, con un triángulo detrás de la cabeza y larga barba blanca… No, yo soy tu dios. Has logrado al fin comprender mi esencia y aquí me tienes. No me decepciones, no vayas ahora a pensar que soy un loco ni se te ocurra arrodillarte. ¿Acaso no descubriste hace tiempo que dios es un invento de los hombres?
—Pues sí. Llegué a esa conclusión porque ningún dios de ninguna mitología conocida me resultaba aceptable.
—¡Condenadas mitologías! Me han atribuido las formas y naturalezas más inverosímiles y ante todas ellas se han prosternado los hombres adorándome. He sido cocodrilo, volcán, serpiente, río, cóndor, trueno y hasta transformista. Tan pronto me tenía que convertir en águila para gozar de un muchachito (cosa que muchos hombres lograban sin problemas) como volverme toro, cisne o lluvia de oro para poseer a una joven… ¡Qué trabajos! Y no quiero acordarme de tener que dejarme crucificar, descuartizar, castrar o cosas semejantes… Por eso me siento tan a gusto contigo. ¿Cómo me descubriste?
—Me lo hicieron ver tus injusticias y tus contradicciones, con perdón. Si habías creado a los hombres y te habíamos salido tan defectuosos no tenías derecho a castigarles: la culpa era tuya.
Mi dios, a quien ya siento cosa mía y mi amigo, ríe divertido y se pasa a jugar a abogado del diablo; es decir de Dios.
—Pero ¿no te justificaron el castigo como pago de vuestros pecados, cuya gravedad era infinita puesto que yo soy infinito?
—¿Cómo iba yo a creer en el pecado, una idea tan hija del orgullo? No ofende quien quiere, sino quien puede, repetía mi abuela. Si Dios es creador del Universo entero, ¿puede sentirse ofendido por una sabandija que le salió mal y que araña la superficie de un pequeño planeta? Hace falta tener una exageradísima idea de lo que es el hombre para creerle capaz de ofender a un infinito creador.
—Tienes razón. Pero no olvides que el dios de las mitologías es una creencia valiosa para muchos desgraciados ansiosos de esperanzas. Por eso está presente, con variantes, en todas las culturas, lo cual no prueba –como se dice– la existencia de dios, sino la ventaja de inventarlo, a falta de algo mejor, ofreciendo otra vida cuyo acceso administran los que se erigen en intérpretes y administradores de la divinidad. Así surgieron Marduk, Allah, Ra, Odín, Jehová y todos los demás.
—Pero yo no necesito esas respuestas míticas; no me hace falta inventarte. ¿Cómo estás conmigo?
—No estoy contigo: Soy tú mismo. ¿No estabas hace un momento animado por un impulso vital incontenible en la cima de ti mismo? Eres vida mortal –nada más y nada menos–, una vida valiosa porque eres único. Cada ser es un experimento distinto de la Vida global, que ensaya mil variantes en su progresiva evolución; tu existencia es tu contribución a esos ensayos. No somos hijos de dios sino hijos de la Vida; cada uno es una chispa del gran Todo; de la llamarada inmensa y perpetua que es la Energía Cósmica. Pero a lo largo de la evolución en el nivel humano la Vida ha creado la Conciencia y en ella tu anhelo hacia delante. Esa conciencia tuya es lo más avanzado en ti, te sitúa en la frontera más adelantada de la evolución global. Y esa conciencia, esa vanguardia en ti soy yo… Cuando algo te exalta como hace un momento, o ante una hermosura o un descubrimiento, entonces me encuentras, me manifiesto en ti, accedes a lo más alto… Llámame tu espíritu, si lo prefieres; el nombre me da lo mismo. Lo importante es que estoy en ti: soy lo más vital, lo más ardiente de ti. Tu parte de energía cósmica, de creación en marcha.
Oyéndole se acelera mi sangre, adquiero conciencia de la fuerza que nos mueve, el incesante río de las galaxias y los átomos… Ahora siento posible reconstruirme, según me animaba tito Juan. No buscaré un guía, llegará si es preciso. La revelación de mi dios por vez primera significa que he llegado al umbral de mi nueva vida, la propia y no la que fui obligado a vivir. Tenía que ocurrirme aquí, a eso vine sin duda: por eso mi bienestar, la seguridad adquirida desde que llegué a estas Afueras ajenas al mundo convencional. Aquí me espera lo que aún me falta sin yo saberlo.