¿Determina la educación al mundo, o es el mundo el que determina la educación?

«La educación por la mera educación es un tanto arriesgada». Eso fue lo que declaró Charles Clarke, Ministro de Educación de Reino Unido (2002-2004), queriendo decir con ello (como mordazmente apreció Richard Ingram) que «el propósito esencial de las escuelas y las universidades es el de hacer aumentar el crecimiento económico y ayudarnos a competir con nuestros socios europeos», y, por consiguiente (deberíamos añadir), ayudar al gobierno a ganar las elecciones siguientes. La historia antigua, la música, la filosofía y otras cosas por el estilo que se reclaman contribuidoras a la mejora del desarrollo personal más que de la ventaja comercial y política, difícilmente pueden sumar nada a las cifras de crecimiento y a los índices de competitividad. En un mundo de corte empresarial y práctico como este —un mundo en el que se busca el beneficio inmediato, la gestión controlada de las crisis y la limitación de daños—, todo aquello que no pueda demostrar su valía instrumental es «un tanto arriesgado».

El profesorado (académico o no) secundaría probablemente la mofa y el desdén con el que Richard Ingram comentaba la postura prosaica y mezquina de Clarke. Muchos profesores, quizás la mayoría, insistirían en que precisamente cuando se hace «porque sí, sin más», es cuando mejor es la educación y que cualquier propuesta para que se haga por algún otro motivo no haría más que degradarla. Pero a pesar de la elevada probabilidad de que los maestros compartan el desprecio de Ingram hacia la educación concebida como herramienta, es harto improbable que una mayoría de su alumnado se una a ellos en ese sentimiento. Para la mayor parte de sus estudiantes, la educación es, antes que nada, una puerta de entrada a un puesto de trabajo y cuanto más amplia sea y más llamativos resulten los premios que se vislumbran al final de tan largo esfuerzo, mejor. Como Karl Marx probablemente habría opinado (y aquí adaptamos su observación de mucho tiempo atrás a la actual era de «política de la vida»), ellos hacen su vida y, con ello, su historia compartida, pero no bajo un complejo de circunstancias elegidas por ellos. Y en lo tocante a los usos de la educación, son esas circunstancias las que tienen la última palabra.

 

La Vida Líquida, Zygmunt Bauman

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