1.
El pez gordo fumaba un gran puro habano dentro de una larga limusina negra. Su amplio torso aposentado sostenía, como las dos ramas de un viejo baobab, sus dos brazos en forma de ancla, apoyados a lo largo de un cómodo respaldo de cuero. A su lado, reposaba un gran maletín también de cuero; pero este, a diferencia de aquel respaldo de carmín, era de un profundo color oscuro. Delante, tras varios metros de largos sofás, se alojaban el chófer y el mayordomo, separados del amo por una amplia mampara opaca.
El pez gordo escrutaba a través de cristales tintados las calles de una ciudad que era suya; serpientes de asfalto en las que la gente, como hámsteres en la rueda giratoria de sus obligaciones, se desplazaba abstraída y con irremisible apremio, de un lugar o de una tienda para otra, atados de sus relojes por las muñecas y por los bolsillos de sus monederos, inconscientes de sus jaulas… y de su servidumbre
“Mis pezqueñines… ¡HA! ¡HA! ¡HA!”
Reía a carcajadas el pez gordo, justo antes de aspirar una honda calada al habano. Saboreó la bocanada, la mantuvo un momento en el pecho; luego fue expulsándola lentamente fuera de sí. Una larga nube gris fue expandiéndose desde su boca hasta el techo, mientras las cenizas le caían sobre su corbata parda…
De repente, se detiene el auto. Un hombre muy estirado sale entonces de la limusina: era el espigado mayordomo, el disciplinado lacayo. Dirigiendo sus pasos hacia la puerta en la que su amo se aposenta, agarra el pomo y la abre
Se echa a un lado
Cruza los brazos en su baja espalda, con un movimiento maquinal aprendido
Alza su cuello hacia el infinito como un alto ganso encorbatado
Y queda abstraído en una especie de esfera criogénica, a la espera de una llamada que lo retorne a la vida.
El pez gordo, sin otro obstáculo que su enorme cuerpo, sale entonces del largo coche. Lleva consigo con celo aquel maletín oscuro. Justo en la acera por la que sale, espera un señor impecablemente enchaquetado, con un sombrero llamativo de copa sobre la cabeza y un bigote dividido en dos paralelas agujas. El pez gordo hace un breve amago de reverencia, pero sin atreverse a finalizarla, o sin saber muy bien como hacerlo, y tras colocar el maletín en posición horizontal sobre sus manos oferentes, lo abre y estira los brazos hacia aquel señor extravagante, de manera que este pueda escrutar su interior con holgada comodidad. Del maletín emana una especie de neblina cálida…
El hombre del sombrero extravagante inclina la cabeza en señal de aprobación; así pues, el pez gordo cierra entonces el maletín y se lo entrega cuidadosamente. Todo había acontecido sin mediar palabra alguna. El hombre del sombrero da media vuelta mientras el pez gordo, justo antes de volver a entrar a la limusina, resucita al mayordomo con un gesto de cuello que viene a significar: “Quiero otro vaso de Whisky con dos cubitos hielo”.
“Enseguida, señor”
Contesta el mayordomo con palabras, rompiendo esta vez el silencio.
2
El hombre del sombrero alcanza una gran puerta doble de cristal, perfilada en oro por los bordes. Aquello parecía ser un espejo inmenso y mágico; un espejo que, como en aquel cuento antiguo, no refleja los rostros, sino los deseos. El hombre tira del mango, que también brilla con luz propia –una luz que te ciega como si ninguna mano lo hubiese desgastado jamás. Traspasando entonces la lujosa puerta, un guarda de seguridad –gorila ancho, alto, fuerte, seco, pelo en pecho, boina y porra- no tiene para él ni comentario ni impedimento. Aquello parece ser sencillamente el siguiente paso. Todo marcha según lo previsto.
El hombre se mueve bajo su sombrero de copa, llegando entonces a un amplio hall: alfombras granates le dan la bienvenida. Avanza bajo lámparas diamantinas dejando a su paso cuadros y esculturas de mujeres y hombres desnudos que bailan estáticos, mientras suena un suave hilo de música clásica. Cuando el señor llega al fondo de la sala, emerge un ascensor abierto, esperándolo, custodiado por un joven botones con su uniforme lleno de botones y dispuesto a pulsar, como cada día de su vida, un par de cientos de veces cada uno de los botones de ese, su otro uniforme, que no es otro que aquel ascensor.
El hombre por su chistera sombreado entrega entonces el maletín a aquel joven botones, que parece estar muy seguro de su misión: se introduce en el ascensor y pulsa un botón secreto, debiendo introducir para ello una llave especial en una hendidura oculta. Ahora sus manos tiemblan, y con ellas, el maletín.
3
El ascensor ha tardado poco más de 6 segundos en subir exactamente 999 plantas. La puerta automática se abre y el botones reposa sus pies en una misteriosa sala hexagonal, extraordinariamente iluminada, de techos altos y blancos y con las paredes de un cristal transparente tan claro y limpio que no parece siquiera existir. Las nubes están por todas partes; como si aquello fuera el paisaje de un avión, o un mero retrato de lo divino. El botones se acerca un momento a las paredes de cristal; y al mirar abajo, solamente se ve cielo…
El botones se dirige entonces hacia un amplio pórtico de mármol, que no es más que el elegante envoltorio de una puerta robusta de madera de manzano. A juzgar por su lustrado brillo, parece haber sido barnizada con los productos de otras épocas mejores y hoy seguramente extintas. No obstante, víctima de su curiosidad, el joven no llama sino que coloca la oreja sobre la puerta…
…ahhhhhhh, ahhhhhhh…
… y escucha entremezclarse varios gemidos de placer. Entonces, ruborizado como un tomate de luz, coloca el maletín sobre su mano en forma de taza, y tirando de una aldaba plateada con la forma de una manzana gigante, llama tres veces a la puerta:
¡PLAF! ¡PLAF! ¡PLAF!
“Qué quieren. No molesten”
“Disculpe, mi Señor: ya ha llegado su pizza”
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.