“Perdónalos, dios, porque no saben lo que hacen”

Miles de cristianos muy ofendidos por mis escritos boicoteaban mi lectura pública en la Plaza de San Sebastián. La plaza estaba a reventar de oyentes y curiosos que parecían disfrutar con tal espectáculo. A pesar de eso, tuvieron que cancelarlo todo; ellos ganaban: me censuraron. Les molestaba que hablara, que me expresara, e incluso a muchos mi sola existencia. Lo más paradójico del tema es que hoy en día ya nadie lee. Estoy 100 % seguro de que el 99 % de todos ellos jamás ha leído ninguna de mis novelas: me odian, sencillamente, porque es lo que toca. Si me leyeran… creo que me odiarían todavía más; pero al menos sería con conocimiento de causa. En cualquier otra circunstancia, yo sería un escritorzuelo de mierda más, y pasaría completamente desapercibido por el mundo; pero con su odio, me engrandecen. Y en este mundo del marketing asfixiante, creo que no es del todo una mala publicidad (o por lo menos es una; lo que no sé, es si compensa…). Por las redes sociales se elaboraban páginas para lincharme y ponerme verde; lo que es a mí, me sudaba los huevos. Más grave, eso sí, fue la agresión que sufrí aquella tarde, cuando un misionero de cristo interpretó que su dios quería que me partiera la boca de un puñetazo. Espero que al menos haya limpiado con agua bendita ese puño americano que llevaba manchado de sangre mientras me gritaba: ¡BLASFEMO! Un cristiano muy cristiano y muy amigo mío escribía en una publicación de esas de odio contra mi persona, en una de las redes sociales que está más de moda en estos momentos. Decía que, a grandes rasgos, a pesar de estar en total desacuerdo con mis ideas y de comprender a todos sus hermanos de fe y congregación, en el fondo del fondo yo era una buena persona. Se lo agradecí con un like. Cuando escribo, no pienso en quién ofendo: sencillamente escribo. No trato de conciliar mundos distintos, no intento calzarme otras sensibilidades, no me visto de los ropajes de ningún dogma, en todo caso quiero romperlos, ridiculizarlos, caricaturizarlos, escapar de ellos, mostrar al mundo tal cual es, tal cual yo lo veo, patético, absurdo, dejar fluir a la libertad por los dedos de mis manos. Pero hay gente a la que eso le molesta mucho. ¿Qué puede haber de malo en eso? ¿Acaso es malo pensar y expresarlo? No sé cómo lo consiguieron, pero esa cruzada de creyentes ofendidos descubrió aquella noche la calle y el número en el que vivo. Iban peregrinando poco a poco y aquí abajo mismo acampaban su procesión de odio. Llevo ya tres días oyendo sus gritos, soportando sus llamadas incesantes por la noche que no me dejan apenas pegar ojo, escuchando sus amenazas de muerte por el telefonillo… en fin: encerrado, atrapado, sin poder salir de casa. He pensado en disfrazarme de vieja para poder huir, pero no sé si conseguiría alcanzar siquiera el portal; puede que cualquier vecino me destripe vivo al verme, porque tienen que madrugar mucho, o tienen hijos pequeños, o una anciana madre muy enferma y esto ya no puede ser. Ya estoy hasta los cojones. Me desnudo y abro las puertas de mi balcón y salgo. La pitada es ensordecedora: bandadas enteras de pájaros huyen asustadas desde todos los árboles cercanos, tapando la luz del sol por un instante. Yo me rasco los huevos y me dispongo a recitar mi mensaje definitivo. Pongo los brazos en cruz:

Hermanos, seré breve:

¡Podéis matarme, si queréis!

¡Venga, subid, os animo!

Pues si me matáis, me convertiréis en Jesucristo

(Testículos 2, 9:12)

Crucificadme pues, ¡no me importa!

Yo moriré por todos vosotros, mártir de vuestra intolerancia…

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