»El pájaro rompe el cascarón. El huevo es el mundo. El que quiere nacer tiene que romper un mundo.”
Hermann Hesse
Ya no sé si nunca tuve la suficiente fuerza de voluntad que alumbraba Hesse para poder convertir el sueño en realidad y materia, o si toda su obra fue solo la gota de protoesperma que fecundó a la puta madre del farsante de Paulo Coelho. El neoliberalismo invisible pero omnipresente como el oxígeno ha conseguido que todo me apeste a coaching motivacional –aunque de vez en cuando aún reciba sacudidas de auténtica sabiduría:
“El animal arrebata el látigo al Señor y se azota a sí mismo
Para considerarse su propio amo,
Sin comprender que todo es una fantasía
Engendrada por un nuevo nudo
En el látigo del Señor.”Franz Kafka
Sí: como quizás habrás podido intuir por la especial naturaleza de estas dos citas concretas, mi sueño era ser escritor; pero lo fue tan solo por casualidad, o por pura torpeza. Hoy en día las historias se cuentan en la gran pantalla, y los poemas se cantan entre acordes pegadizos. Y para hacerlo, se requiere de complejos instrumentos técnicos, así como de vastos conocimientos –todos ellos de pago- que yo no tengo. Solamente me quedaba, pues, la sólida voluntad de contar mis propias historias; así que mi única herramienta, cual si yo fuera un hombre de Neandertal con un sílex recién afilado, consistía en agarrar una pluma de teclas mientras observaba a mi alrededor la monstruosa eficacia de las bombas nucleares –o si lo prefieres, el surgimiento de la rueda y su rápida transformación en un coche Tesla, y todos mirándolo embobados y boquiabiertos mientras que mis patéticos pies, descalzos y llenos de callos, sangraban de tanto caminar por un bosque indiferente.
De todas maneras, mi voluntad de escribir era tan obstinada y terca como la del burro que persigue su zanahoria imposible. Tenía ya como mil relatos escritos, muchos de ellos, es cierto, inconclusos; reflexiones y aforismos más o menos vagos que clamaban por la libertad, por la mía y la de todos los demás; poemas de rima libre, asonante y altisonante; e incluso varias novelas comenzadas y abandonadas, con la sólida intención de retomarlas en un mañana perpetuo que no llegaba nunca. La soledad de mi habitación y el cenicero de mi ventana fueron los únicos testigos de mi obsesión sin mesura ni límites; hasta que sucumbí a la “estupenda” idea de abrirme un blog personal, de manera que pude crearme la pueril ilusión de que mi absurda y constante producción literaria era leída, valorada, e incluso admirada por entes invisibles ¿Lo notan? Fui persiguiendo una mentira tras otra, sin saber por aquel entonces que la persecución no había hecho nada más que comenzar.
Y es que encontré una manera fácil de “ganarme la vida” con esto de la escritura. Si, de verdad. No es coña.
La locución “Ganarse la vida”, dicho sea de paso, siempre me ha parecido bastante curiosa. Vamos, por no decir directamente repugnante. Parece ser como la certificación –sorprendentemente bien asumida, por cierto- de que la vida es, más que un regalo, una especie de condena socioeconómica. Salir del coño de una madre te da derecho a vivir… pero solo si “te lo ganas” ¿De verdad no te parece curioso (es decir: repugnante)? Es igual. El caso es que yo quería ganarme la vida con esto de la escritura, pero por la evidente y sencilla razón de desear vivir de hacer aquello que realmente me gusta ¿Y quién quiere vivir haciendo lo que no le gusta? Otra cosa es ya la resignación lacerante a la que nos empujan… Pero bueno, dejando de lado las escasas posibilidades de que a priori la empresa pudiera llegar efectivamente a buen puerto –o al menos, escasas si nos ponemos por un momento unas lentes realistas sobre los miopes ojos del soñador estúpido que soy-, como decía, y a pesar de las evidentes dificultades de esta utópica aventura, me había topado con la posibilidad de hacer que todo esto fuera, en cierto modo, real.
Ya fuera el dios destino, o la diosa casualidad, o el vacío sin magia que los reduce a ambos a un mero cuento de hadas, alguien o algo había puesto sobre mi camino a ninguna parte una plataforma de redacción de artículos. Tan solo debía registrarme en una web y superar una prueba escrita para comenzar a ganar dinero. Por escribir textos, sí, textos para blogs ajenos y para periódicos nacientes o minoritarios. Y lo más importante: podía escribirlos desde casa, con mi propio horario, sin madrugones ni alarmas ni el sopor del tráfico en hora punta. En otras palabras: un sueño hecho realidad.
Si todavía existe algo de libertad en este mundo esclavizante, yo siempre he entendido que debe ser esto de trabajar cuanto uno quiere y como uno quiere, haciendo lo que a uno más le gusta para cumplir con su irrenunciable obligación de ganarse la puta vida. Y este rollo de la plataforma prometía ser algo así. Prometía… al menos lo prometía.
Demasiado bonito para ser cierto, ¿verdad? Efectivamente, la cosa tenía su truco. Por resumir un poco todo, los textos de la plataforma estaban muy mal pagados, y los iba adquiriendo en competencia directa con otros redactores, de manera que nos arrebatábamos las migajas los unos a los otros. Para colmo, había un complejo sistema de valoración de la reputación, del cual dependía la cantidad de trabajo que luego iba a tener disponible para hacer. Y aunque esto último nunca fue un verdadero problema, pequeñas variaciones basadas en criterios subjetivos a veces suponían fuertes penalizaciones. ¿Lo de trabajar a mi aire, sentado o tirado en el sofá, o en mi cama con una manta, o desnudo, o en la terraza y a la hora que me saliera del rabo? Eso era maravilloso. Pero pronto comprobé que, sin establecerme una disciplina más o menos rígida, era imposible sacarle rendimiento a la plataforma.
Así que comencé a tomármelo muy en serio. Trabajaba mis ocho horas diarias, a veces más y a veces menos, pero siempre con un trabajo pendiente en la mente que no me dejaba desconectar del todo. La autodistribución del tiempo es altamente seductora, pero también un arma cortante de doble filo, pues en la práctica te pasas el día intercalando deseos inconclusos con pseudo-obligaciones supuestamente voluntarias, y siempre te da la impresión de que no haces nada más que trabajar, que no aprovechas bien el tiempo y que no descansas una mierda; y así día tras día, separados unos de otros solo por la inapelable acción de la luna. Aun así, cuando finalizaba cada mes, nunca superaba la barrera de los 500 euros de ganancia. Mis esfuerzos siempre resultaban sencillamente insuficientes. Y lo peor es que toda esta mierda, como ya estaba diciendo, me quitaba tanto, tanto tiempo, que al final me veía forzado a renunciar a escribir lo que realmente me saldría del alma si la dejara fluir en su estado natural: libre. Y todo por escribir sobre las utilidades del pladur, o sobre las ventajas de contratar un seguro de salud, o sobre las últimas tendencias en reformas de cuartos de baño. Estaba, sin duda, vendiendo mi alma al diablo. Y la estaba vendiendo bien barata, la verdad.
Aun así, me estaba creando la ilusión de que, de alguna manera, podía ganarme la vida haciendo lo que más me gusta. Pero era difícil mantener la ilusión…
Este trabajo era una mentira, es cierto. Desde el principio lo supe. Pero he de reconocer que aun así me gustaba mentirme. Con él me pasaba como con tantas otras cosas: aquello que amaba por permitirme mi sagrada independencia lo odiaba por simbolizar la secreta esclavitud a mis sueños de puto loco que no acepta su despertar –pues, quisiera verlo o no, mis sueños no se estaban cumpliendo en absoluto. Yo seguía, como todos, siendo dependiente del sucio dinero –que no ganaba ni en mis ensoñaciones más húmedas, cuando realizando los esfuerzos más descabellados, pretendía convencerme de que era posible el milagro…
En los momentos de súbita lucidez, en los que el conformismo me potaba encima, lo comprendía todo: mi libertad era una paradoja inalcanzable. Pero ni aun así alcanzaba a aceptar el momento de resignarme. Seguía siendo un soñador indomable, un anarquista condenado, como Buenaventura Durruti, a la estúpida muerte por fuego amigo…
Y entonces firmé mi rendición definitiva.
También por casualidad o destino, me enteré de la existencia de una convocatoria de oposiciones para entrar de personal auxiliar en una universidad cercana. El temario no parecía ser demasiado complejo, y el trabajo (en la práctica: recoger papeles y atender burocracia) prometía más sencillez y menos estrés y absorción de tiempo que esto de seguir caminando por un sendero obtuso que me otorgaba más precariedad y frustración que libertad real e independencia. De manera que eché los papeles, adquirí el temario y comencé a estudiármelo todo con la sutil esperanza de poder escaparme más pronto que tarde por la puerta de salida de la casa de mis padres, y forjarme así una vida más o menos libre, pero al fin y al cabo, una vida propia.
El problema es que estas oposiciones implicaban también olvidarme definitivamente de alcanzar mis anhelados sueños. Cambiar de rumbo me estaba matando. Cada paso que daba hacia afuera de mí lo sentía como un navajazo más en el alma. Notaba mi descomposición lenta y progresiva, tal y como debe sentirla cualquier cadáver del mundo. A medida que iba estudiando más me iba desmoronando, y sobre los trozos flácidos que iban cayendo de mí sobre el suelo frío, susurraba una incertidumbre sin boca pero con mi propia voz: la incertidumbre de no saber si algún día sería capaz de recomponerme.
No sé si el espejo de mi horizonte reflejará algún día un ave Fénix o un zombi. Un zombi más. Otro más. De momento, no hay otra salida: no puedo seguir soñando despierto. Si quiero soportar esta cruda realidad, tendré que dormirme el alma para que, decepcionada y triste, ella no me mate en sueños. La diosa casualidad y el dios destino son solo dioses lacayos subordinados al dios dinero; y yo, con casi treinta primaveras, tengo ya la curioso-repugnante urgencia de ganarme, como todos, la vida. El suicidio de mis sueños significa ahora, sencillamente, sobrevivir.
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