Oh Capitán, mi capitán

“El último adiós”. Ya ves. Menuda frase de mierda. Y más de mierda todavía es lo que implica esa frase de mierda. Porque te niega el derecho a volver a despedirte. Y porque cuando este adiós se da, en realidad, te estás despidiendo tú solo. Aquel a quien despides ya no está ahí; ya solo queda su carcasa. Mandamos a la gente “a dios” al despedirnos porque nunca sabemos si en realidad será la última. Aunque no somos del todo conscientes de que sea así. Todo instante siempre puede ser el último, incluso este preciso momento en el que me hallo. De hecho, y dicho de manera estricta, este momento en concreto ya no volveré a vivirlo –este momento tan intrascendente que vivo: fumando un cigarrillo en frente de una pantalla, tecleando palabras que no sé si tienen sentido. Es algo habitual que nos despidamos a diario de todo; pero lo verdaderamente jodido es darte cuenta que la despedida implica a veces un verdadero punto y final.

Y cuando llega ese puto momento –que siempre llega, el muy cabrón-, te sientes como una mierda. Es como que te arrebatan algo, como si te quitaran algo que de alguna forma ya formaba parte de ti… ¿Pero puede uno llegar a sentirse así cuando se marcha alguien que en realidad no conoce?

Sí. Se puede. Y más si esa persona te aportaba cosas; si te regalaba cosas… aun sin conocerte. Si cada año por febrero sentías la ilusión de un niño al enfrentarse a la víspera de un regalo mágico. Si el corazón te palpitaba viendo el escenario en negro, escuchando ese primer acorde que llevaba su inconfundible firma.

Eso ya nunca más volverá a ocurrirme a mí. Soy ahora mismo ese niño al que le dicen que nunca más volverá a recibir un regalo por reyes, porque los reyes no existen –o peor, porque han muerto. Un niño huérfano, triste y en shock. Un niño al que le han desmontado antes de tiempo la dulce inocencia de su infancia, dejando tras de sí un gran ñordo con pestes de melancolía. Un niño que ha perdido toda la ilusión por la magia. Un niño que llora por dentro porque es consciente, así, de sopetón, de que nada en la vida es eterno… Un momento, ¿nada lo es?

En el fondo, lo que me duele es no poder despedirme cada año que me reste de vida de esas puñaladas de lucidez que asestabas cada febrero; sí, lo reconozco: soy un maldito egoísta. Pero es indudable también que soy un afortunado; porque me dejas –porque nos dejas a todos- un enorme legado que ocupará ese gran vacío que representa este puñetero futuro sin ti: son todos esos himnos que me regalaste –que nos regalaste tanto a mí, a Cádiz y a la humanidad entera. Me dejas un poco perdido, eso es cierto; pero nadie, ni siquiera la hija de puta de la guadaña, podrá arrebatarme nunca tu recuerdo. Y eso sí que es eterno: lo que dejaste para la historia. A veces, cuando muere un hombre, nace de repente un mito.

Y el día en el que resuciten las caras pintadas de blanco y las guitarras levanten la mano,
el día en el que las princesas roben los besos de los príncipes, despreciando la corbata y el Channel, el dinero y la mentira,
el día en el que la luna quepa dentro de una guayabera y las revoluciones canten en italiano, pero con mucho acento de Cádiz,
el día en el que el mundo deje de dividirse en dos y todos, como dios manda, vivan al fin como él,
ese día miraré al cielo y sonreiré por verte allí sentado, ángel negro, encogiéndote de alas y burlándote de la suerte.

Ya no hay nada más que decir. Te fuiste a tu manera porque no te gustan las despedidas.
Po’ no me pienso despedir; ya ves, mi Capitán. Tal es mi manera de honrar a los dioses.
¿Y para qué quiero más, si con esto que me dejas yo ya soy millonario?

Desde hoy entronizas el olimpo de los dioses para los ateos que tú fuiste.

Empieza el año 1 d.JC…

 


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