Se llama Jose María. O al menos, así lo llaman. Tiene entre 45 y 50 años, y lleva desde 1991 entrando y saliendo de la cárcel. Es sordo de nacimiento, pero no conoce el lenguaje de signos. Que se sepa, no tiene familia. Todos sus delitos han sido contra la propiedad. Imagínatelo saltando una verja para poder dormir resguardado en una noche helada de enero. Imagínate al dueño de ese chalet, completamente atemorizado, llamando a la policía. Jose María está hambriento, cansado y tiene frío. Tan solo quiere descansar, pero la policía no se atiene a excepciones: ante las denuncias, llega y arresta. El sistema, luego, hace el resto del trabajo sucio. Jose María no tiene DNI: se trata de una excrecencia de un mundo ultravigilado, repartido a pedazos (y pedacitos) entre nombres y apellidos, en el cuál él no tiene lugar ni cabida. Su deterioro físico tras los años de presidio, sin que él comprendiera muy bien lo que estaba ocurriendo –¿por qué me agarran? ¿Por qué me esposan? ¿Por qué me encierran? ¿Por qué nadie me ayuda? ¿Por qué… por qué?-, es más que palpable, según nos narran quienes lo han visto. Tras casi treinta años de abuso, su caso sale hoy a la luz.
Opines lo que opines sobre la anterior historia, supongo que eres capaz de comprender que una cosa es el lógico respeto a la propiedad del otro, y otra muy distinta es que la misma lo rija todo. Todo: hasta el punto de que nos olvidemos de los demás y de nosotros mismos, de nuestra humanidad (como decía el economista aquel: «Yo solo soy humano en mis ratos libres»). Hemos pasado de ser considerados seres biológicos, pensantes y sintientes, a ser pura mercancía. Y es que la filosofía no cabe en una cuenta de resultados. Ya no nos late el corazón, lo que nos late es el monedero. Y ya fuera antes huevo o gallina, los Derechos Humanos han quedado privatizados por completo: ahora eres lo que tienes, y sin tener, no eres nada. Que le pregunten a Jose María. La primacía de los derechos individuales frente a los colectivos es hoy, por tanto, absoluta e incuestionable. Por eso la humanidad está atrapada entre las rejas del dios dinero; y por eso los animales, como los últimos testigos de la libertad, sobran y deben ser domesticados, mercantilizados, o en el caso de ser inservibles, han de extinguirse. Por obsoletos. Porque la naturaleza no es más que la última y definitiva conquista –no olvides esto: sus reglas, solo inspiradas en la codicia, como con toda deidad ocurre, aspiran a colonizar todo lo que existe-. El mundo entero se ha llenado de vallas, de muros, de llaves, de candados, de cámaras y de alarmas. Y no nos hemos dado ni cuenta (me refiero a nosotros, a los que estamos en el otro lado, a la gran mayoría, los usados, los siervos). Y ante semejante panorama, ¿qué nos queda por hacer?
Cada uno debe buscar dentro de sí mismo sus propias respuestas. Y si algún día, espontáneamente, somos capaces de ponernos de acuerdo en las mismas, a partir de entonces, empuñando el “Ensayo sobre la lucidez” de Saramago como única arma, la utopía estará mucho más cerca.
“Que se privatice todo, que se privatice el mar y el cielo, que se privatice el agua y el aire, que se privatice la justicia y la ley, que se privatice la nube que pasa, que se privatice el sueño sobre todo si es diurno y con los ojos abiertos. Y, finalmente, para florón y remate de tanto privatizar, privatícense los Estados, entréguese de una vez por todas la explotación a empresas privadas mediante concurso internacional. Ahí se encuentra la salvación del mundo… Y, metidos en esto, que se privatice también la puta que los parió a todos.”
Artículo de José Saramago, Memoria, noviembre de 2004
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