Al profesor Avenarius le gustaba salir a correr por las noches, cuando el mundo entero se apagaba y su trabajo se lo permitía. Hacía ya mucho tiempo que la enorme circunferencia de su obligo le había hecho desistir de su propósito de recurrir al trote para «mantener la línea» (una línea que se le antojaba ya bastante improbable). Tan solo corría porque le agradaba el roce de la brisa nocturna contra su piel clara; y también (aunque este motivo fuera más bien inconsciente) porque aquello lo desconectaba de su punzante soledad, de tal modo que la firme voluntad de hacerse más atractivo ante los ojos de las féminas (quienes solo le demostraban cariño previo pago) funcionó sencillamente como el “botón accionador” de un hábito, este de correr, que descubrió como placentero por sí solo. Además, mientras que corría no recurría a su agenda de “Fisios” (así es como él apuntaba en su agenda, en clave, a las señoritas que gustaba frecuentar varias veces por semana –llevándole este vicio poco a poco hacia la ruina). Y al llegar a casa todo sudado y derrotado, su mente apenas tenía fuerzas para recordarle que esta noche, en su inmensa cama, tampoco le abrazará nadie; así que eran todo ventajas.
El único problema de salir a correr tan tarde era que el profesor Avenarius se veía acorralado por un estresante pensamiento obsesivo. Aunque, en realidad, más que un pensamiento era una sensación. Sensación, eso sí, generada por las rebabas de un pensamiento que le asediaba y que le dolía como una punzada en la boca del estómago del alma –alma impregnada hasta los topes de un rancio orgullo patriótico-. Verás: su ciudad, esa que le vio nacer y crecer –a lo largo, pero sobre todo a lo ancho- había sido invadida por hordas de inmigrantes. Ya ni siquiera reconocía sus hermosas calles, ¡ay!, con todo lo que él las amaba. Y es que todos sus compatriotas parecían haber sido sustituidos por extraños. Mirara adonde mirase, siempre había un color de piel distinto. Una mirada oscura cubierta por una visera de pelos. Un idioma ininteligible. Un olor desconocido. Un nuevo negocio ambulante. Un resoplido o un grito ahogado: ambos, en este caso, suyos. Los medios de comunicación también habían dado buena cuenta de todo ello: alertaban del masivo abordaje de piratas, señalaban el fuerte incremento de los niveles de delincuencia y la corrupción moral que los invasores habían importado como mercancía biológica no deseada por nadie. Y claro: el profesor Avenarius se sabía una presa fácil, un dulce relleno de crema a tan altas horas de la noche, cuando no existían más ojos que su nuca ni más luces que las farolas que acompañaban su trayecto como cien mil jirafas estúpidas.
El profesor Avenarius, tan grande y viril como era, sentía miedo –hay que reconocerlo- cada vez que salía a correr. Por eso llevaba un cuchillo jamonero escondido a lo largo de la manga derecha de su chaqueta de poliéster. Ni siquiera pensaba en usarlo en realidad: sencillamente aprovecharía el impacto que, a buen seguro, iba a causar aquel filo igualmente cortante y brillante. Estaba seguro de que el simple hecho de sacarlo en plena noche, a la luz de la luna, generaría un efecto irremisiblemente disuasorio ante los eventuales maleantes extranjeros, quienes al verlo huirían en el acto. Ese cuchillo le aportaba seguridad, autoestima, tranquilidad, entereza… pero también es cierto que no erradicaba del todo su pánico. Por eso es que siempre tenía la extraña sensación de que alguien seguía sus pasos con la mirada (sin saber que éramos nosotros: que solo eran nuestros ojos los que miraban).
No obstante, aquella noche estaba especialmente obsesionado. A su sensación habitual causada por nuestras miradas se le unía la extraña certeza de que alguien más le seguía. Ladeaba la cabeza obsesivamente. A veces, hasta cazaba algunas sombras. Entonces, se paraba con el corazón en suspense, el cuchillo asomando la punta en la palma de su mano y…
Cuando se giraba…
No había nadie allí.
Repitió el mismo protocolo cuatro veces más, hasta que advirtió que la sombra que tanto le atemorizaba…
No era más que la suya.
En ese preciso momento amagó con sentirse estúpido; pero el profesor confiaba tanto en su criterio de catedrático que pronto se convenció a sí mismo de que no estaba loco en absoluto. Allí tenía que haber alguien más siguiendo sus pasos, seguro. Y no se marcharía a su casa hasta poder demostrarlo.
Así, tras haber sobrepasado con holgura el tiempo que habitualmente solía dedicar a sus moderadas carreras, y justo cuando ya estaba a puntito de rendirse y retirarse a sus aposentos, el sonido de unos pasos surgió nítidamente a sus espaldas; pero lejos de sentir el miedo, el profesor Avenarius se excitó: que no hay nada en este mundo como el hecho de que le den la razón a uno. ¡Pura droga!
Una especie de certeza mágica le envalentonó de orgullo; entonces, como quien de repente despierta a un nuevo nivel de inteligencia superior, lo vio todo claro dentro de su cabecita. Al doblar la calle, a escasos veinte metros, había un estrecho callejón a la derecha. ¡La ocasión era extraordinaria! El profesor podría esprintar, alcanzarlo y penetrarlo, a fin de aguardar allí la llegada del agresor para cazarlo in fraganti.
El plan parecía perfecto, y todo lo cumplió a rajatabla. Con la espalda pegada a la pared, ya dentro del callejón oscuro, el profesor oía perfectamente los pasos, cortos y rápidos, de aquel perseguidor que a buen seguro era un inmigrante.
Los pasos se aproximaban. La adrenalina galopaba a sus anchas por todo su cuerpo, como vaqueros a caballo a punto de culminar su astuta emboscada a los sucios indios. Los pasos ya estaban aquí. Todo sucedió muy rápido.
Cuando el profesor pudo darse cuenta, vio su mano firme empuñando un cuchillo que apenas ya se veía, pues estaba dentro de un hombre alto y gordo como él, embutido en un chándal como él, más pálido todavía que él, y con los ojos y la boca abiertos y rojos como cascadas de sangre.
A la noche siguiente, el profesor Avenarius no salió a correr. En lugar de eso encendió la televisión. Las noticias informaban del asesinato de un compatriota suyo. Se trataba de un hombre de mediana edad, que al parecer había salido a correr por la noche sin saber que aquella noche sería la última de su vida. Todas las investigaciones apuntaban a una banda de inmigrantes como los autores materiales de un crimen tan macabro. Los cuerpos policiales se apresuraban a asegurar un incremento de la vigilancia sobre la población foránea.
Su plan había salido a la perfección. No estaba orgulloso de lo que había hecho, pero sin querer sonreía. Nada más reconfortante que tener siempre la razón (aunque se la tenga que fabricar uno mismo al efecto). No obstante, la sonrisa le duró bastante poco al profesor: pues acababa de recordar cuán solo se sentía.
En cualquier caso, los corredores nocturnos de la ciudad se dividieron en dos grandes grupos a partir de aquella noche: los que dejarían de serlo por el intenso miedo que sentían y los que se armarían de valor con un revólver, un cuchillo o una navaja. Que toda precaución era poca frente a la maldad infinita de los malditos forasteros.
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 3.0 España.