En Psicología de las masas y análisis del yo, Sigmund Freud define el pánico como una variedad de la angustia asociada a las multitudes en descomposición. Se trataría de una angustia desbordante y sin sentido, que se contagia entre los miembros de una misma masa psíquica -masa hasta entonces compacta y cohesionada en torno a una serie de lazos libidinales.
Para explicar mejor todo esto, el célebre psicoanalista utiliza la metáfora de la caída del General al mando de un ejército en guerra. Dice así:
El General fallece en pleno combate, frente a la mirada atónita de sus soldados. Y ante la pérdida del faro o referencia -el enlace libidinal- que este General simboliza, los integrantes de las tropas experimentan una sensación de total desamparo. En consecuencia, las antiguas órdenes del General se difuminan, la formación se rompe y cada soldado, ahora individualmente, huye de manera caótica.
Lo que ha ocurrido aquí es que cada combatiente ha comenzado a regirse única y exclusivamente por su instinto de supervivencia. La angustia experimentada por los integrantes de dicha tropa será tan gigantesca ahora, que acabará por devorar a la amenaza que representa el ejército enemigo; o sea, que la magnitud del peligro real ya no importa demasiado; pues cuando el pánico se desborda, la amenaza está en el propio pánico que se ha «instalado» profundamente en el “alma” del sujeto.
Es imperativo, pues, nominar a un nuevo General que reconstruya los lazos libidinales rotos. Pero ¿quién -o qué- ocupará esa vacante en una situación de pánico como la actual?
Analicemos, sin abandonar esta metáfora, qué está pasando ahora debido a la crisis del coronavirus. Tenemos:
- Unos medios de comunicación encargados de recordar a cada instante la trágica pérdida del General;
- Los intentos de los Estados de erigirse como ese nuevo Gran General, capaz de recuperar la estabilidad social quebrantada;
- Multitudes de soldados -o individuos- en estado de shock, huyendo de los demás soldados -por miedo al contagio- y tratando de encontrar su salvación -individual- en el mercado.
Es el sálvese quien pueda dentro del capitalismo consumista e hiperindividualista del siglo XXI. A falta de lazos libidinales más amplios o aglutinadores, el primer eslabón -irrompible- de este enlace se establece siempre entre el individuo y el mercado, en una relación de 1 a 1 -tal y como el devoto reza en la noche por la curación de un ser querido, por el perdón de sus pecados o por la salvación de su alma-. El mercado ostenta ahora las respuestas cuando todo lo demás se derrumba: ha trascendido de «General» a «Dios». Así, las empresas, siguiendo la lógica natural de este sistema y conscientes de que mercadear con el miedo resulta altamente lucrativo, continuarán invirtiendo en el rentable negocio de la inseguridad.
El individuo, solo y atemorizado, en su irremediable rol de consumidor-feligrés, acudirá al templo del dios–mercado en busca de su dosis de salvación personal -en forma de mascarillas, desinfectante de manos, provisiones…; ya solo necesita tener dinero para ello. No obstante, conviene no olvidar que, en caso de no tener el dinero suficiente, el mercado no se apiadará de su alma.