Me pongo en pie de un salto, doy un tirón a la cuerda que cuelga horizontal todo a lo largo del coche y hago sonar la campana de parada. Pero no aguardo: salgo a la plataforma y me dejo caer en un salto perfecto –estoy en forma–, mientras el tranvía dobla la esquina despidiéndose con su «tin–tin» cascabelero. Me encuentro en mi plazuela del Reloj; no porque hubiese alguno a la vista sino porque existió uno de sol en la fachada del convento de agustinas recoletas, derribado durante la Primera República. Me siento en un banco sintiéndome como en la cima de mí mismo, en una esfera cristalina, purísima, de una absoluta y deslumbrante blancura. Me contemplo asombrado: ¿Es posible sentirse así, Dios mío?
—¿Por qué no va a ser posible?
Una voz educada, neutra y a la vez penetrante. Me vuelvo hacia el personaje que, sin yo advertirlo, se ha sentado junto a mí. Aspecto de señor bondadoso, pero no blando, actitud de haber vivido y estar de vuelta, aire reposado pero ojos sabios y muy vivos. Su traje más bien convencional, con corbata muy discreta, de quien no se cuida de eso y se limita a no llamar la atención.
—¿Decía usted?
—He contestado a tu pregunta. No tiene nada de imposible que un hombre consiga elevarse a lo más alto de sí mismo, aunque reconozco que muy pocos lo intentan y la gran masa ni sospecha poseer esa cima.
—Pero ¿usted…?
—No. He venido porque me has llamado.
—¿Yo?
—Has dicho «dios mío»… Yo soy ese dios y aquí estoy.