SEX en el siglo XXX. I ¿Cómo he llegado aquí?

No sabía adónde ir. Caminaba por una calle amplia, con la sensación de ser rodeado por multitud de invisibles miradas. Gentes lejanas, desde alguna parte sentidas, percibidas de alguna manera extraña, pero no con mi vista posada sobre ningún cuerpo en concreto: avanzaba en una compañía solitaria, aparente y relativa, inserto en una contradicción difícilmente explicable. Otras calles, inmensas, todas idénticas, se disipaban en la lejanía o se me abalanzaban por todas partes. Se separaban entre sí como por rectas serpientes invisibles huyendo por lagos de un asfalto caliente y en sospechosa calma, planos y tersos platos grises por los que muy de vez en cuando surcaban algunos coches esbeltos, como si fueran su sangre, o quizás sus peces con prisa. Recuerdo el pasar de uno de aquellos coches, brillante su color de fuego, cómo se iba haciendo pequeñito en la lejanía, perdiéndose en la neblina de lo idéntico hasta no quedar nada más de él que una pequeña luciérnaga, una destello en el horizonte que se me escapaba para siempre. Fue entonces cuando me enamoré de su facilidad de rumbo, de su velocidad de huida. Sentí verdadera envidia de su conductor –¿tendrá alguna relación con lo que me está pasando?-. Sin más remedio, proseguí mi camino. Los edificios seguían presentes, y me envolvían como a su regalo. Eran todos robustos, altos, cuadriculados, calcados. Modelaban el paisaje copándolo con sus montañas artificiales, gruesas, rígidamente geométricas, de tonos grisáceos, quizás azulados, o puede que de un marrón claro y nada soso –eso lo tengo claro, a pesar de todas las imprecisiones presentes en mi recuerdo. Lo que sí recuerdo bien es que el sol brillaba en todo lo alto, resaltando a un cielo que chillaba en un color celeste impactante, uniforme, fuertemente denso, intenso, con algunas pinceladas de nubes decorativas que actuaban como si fueran las pecas de un sueño: aquel esponjoso blanco, reminiscente y detallista que reafirmaba aquí y allá las imposibles alturas; inalcanzables bellezas para mí, pero no para ellas. A pesar de mi andar sin rumbo, he de reconocer que todo aquello me resultaba bastante agradable… Hasta que llegó el momento, y todo mi ser se turbó.

Un leve techado sobresaliendo por la fachada de la calle que aún recorro me ha liberado del alcance del sol, convirtiendo mi camino en una noche. Nada más penetrar en ella, justo delante, se anunciaba la llegada de un pabellón luminoso y vibrante que clamaba reclamando a la gente con sonidos sordos de discoteca, BRUM BRUM. Su poder de atracción era tan inmenso como indescriptible, como inexplicable. Y de repente, como emergida desde la nada de un inesperado milagro, la más bella mujer que estos ojos hayan visto se representa –como una aparición divina, como una musa que no puede ser menos que mitológica. El indeterminado camino que estaban llevando mis pies de ratón titubean… ¿quizás porque han encontrado el sentido que necesitaban?

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