El fin de la historia

«¿Tú me quieres?», le dijo la última mujer al último hombre entre escombros infinitos.

Este fingió no haberla oído mientras hacía fricción con un palo sobre un montón de billetes con la intención de hacer fuego.

El chasquido de la primera chispa prendió los gases inflamables que escaparon de alguna refinería en ruinas. Una gran explosión retumbó, iluminando la desolación que rodeaba a la pareja.

Atrapados en medio de la espiral de un caos ardiente, Él se volvió hacia Ella, los ojos brillando con una determinación sombría.

En ese momento, se dieron cuenta de todo.

Tomados de la mano, se adentraron juntos en el resplandor del incendio.

La paz volvería a reinar en este mundo.



La soledad es testigo

La soledad es mi amiga, pero tiene púas. Encerrado en ella soy libre y a su vez estoy enjaulado. Yo la miro y ella me mira y solos los dos nos quedamos plácidamente sentados en el sofá sin saber muy bien lo que hacer. Puedo quedarme dos horas con ella mirando un punto fijo de la pared sin pensar en nada concreto. Puedo leer y masturbarme bajo su atenta mirada. Puedo acumular basura, desordenar mi casa, cantar sin que me juzgue. Puedo ponerme a escribir esta mierda y comprender que estoy hasta los huevos porque, a veces, hasta ella me sobra.  


Padre, tengo dudas

Un creyente tiene dudas. En el Gran Muro de Verdades sobre el que se asientan sus creencias, un terremoto de preguntas ha hecho bailar sus cimientos, desafiando la lógica divina y cuestionando la materia misma con la que se eleva su fe.


—Padre. Si Dios lo perdona todo, ¿por qué no perdonó a Eva?


—Pero, padre, si existe el libre albedrío, ¿cómo se explica el Gran Diluvio?


—Y hay otra cosa que no entiendo… Si Jesucristo murió por nosotros, ¿por qué tantos pueblos han muerto en el nombre de Jesucristo?


–Ah. Y otra cosa. ¿Cómo puede ser Dios a la vez un padre y su propio hijo?


—Y si Dios está con los pobres, ¿cómo es que su nombre aparece estampado en el dólar? «In God we trust…»


—Por otra parte, si Jesucristo resucitara hoy, ¿se manifestaría en contra de la amnistía?


—¿Y denunciaría una conspiración homosexual feminazi?


—¿Se ofendería porque un joven ha puesto su cara a una imagen suya con Photoshop?


—¿Y exigiría a los gobernantes la militarización de las fronteras para impedir la invasión de los más necesitados?


—¿Crees que participaría del debate lingüístico sobre «todos, todas y todes»? ¿De verdad no tendría nada mejor que hacer?


—¿Y sería blanco como la nieve, aun habiendo nacido en Palestina?


—Si no tengo mal entendido, INRI significa «Jesús de Nazaret, rey de los judíos». ¿Sería capaz de aplaudir entonces el genocidio de su gente a manos de Israel? ¿No te parece una paradoja todo lo que está sucediendo allí?

—Padre, según he leído, en la Biblia se contabilizan 2 270 635 muertes a manos de Dios, y solo 10 se atribuyen a Satanás. Yo ya no sé si existe Dios… pero si existe, ¿tiene perdón de Dios?

Ahora, un cura se encuentra en una encrucijada. En el Gran Muro de Verdades sobre el que ha asentado su vida, el terremoto de preguntas de este creyente ha desestabilizado sus cimientos, desafiando la lógica divina y cuestionando la materia misma con la que se eleva su fe.


Nacer atrasado a tu tiempo

En la próspera ciudad italiana de Génova, un chiquillo observaba el cielo nocturno desde el pequeño balcón de su casa. Desde bien niño, había soñado con las estrellas y las vastas extensiones del espacio. La idea de lo desconocido siempre había resonado en su alma, llamándolo hacia un destino más allá de los límites.

Creció enamorado de las novelas, películas y series de ciencia ficción ambientadas en aventuras más allá de nuestro mundo, alimentando así su pasión por la astronomía y los viajes espaciales más alucinantes. Pero a medida que los años avanzaban, sus sueños de convertirse en astronauta parecían desvanecerse poco a poco. La era de las grandes exploraciones parecía haber llegado a su fin; el mundo, una vez vasto e inexplorado, ahora se sentía achicado y cartografiado. Además, la falta de recursos económicos se alzaba como una barrera infranqueable que lo separaba de un futuro académico solo asequible para los privilegiados. Estuvo mucho tiempo tonteando con la depresión.

A sus dieciocho años, resignado ante las irrebatibles circunstancias de la vida, había optado por una carrera más convencional de ciencias tecnológicas. Ya había comenzado su andadura en el mundo laboral, pero su falta de pasión y de ambición lo delataban. Había encadenado algunos trabajos como becario, pero en ellos se sentía atrapado, aburrido y tremendamente triste. Justo acababa de ser despedido de su último empleo debido a su escasa implicación y su nula productividad. La depresión había vuelto a rondarle, observándolo a través de todas las ventanas, aguardando su inevitable oportunidad para abordarlo y poseerlo en forma de infelicidad…  

En la oficina de empleo, un funcionario público le estaba solicitando sus datos.

-Nombre

-Cristóbal Colón Fontanarossa, con doble ese -contesta el joven con evidente tedio.


La eLección

«Hola. ¿Hay alguien ahí? Quisiera saberlo porque, aunque sienta los golpes, no veo nada. Si existen los golpes es porque existe alguien que los da, ¿verdad?, ¿me equivoco? Pues cada vez que abro la puerta no veo otra cosa que oscuridad, vacío, silencio. ¿Qué significa eso? ¿Os escondéis de mí, acaso? ¿Por qué? ¿Me teméis por alguna razón? Si es así, quisiera conocerla. Los dioses de Oriente hablan de un karma. Según esa idea, cada acto se merece un contra-acto, cada saludo un saludo, cada hostia una hostia… pero aquí no hay nada. ¿Será que no he dado lo suficiente como para merecerme algo, ya sea palmada o zancadilla?».

Entre la oscuridad y el silencio, sus palabras resonaron como un eco sin respuesta. Pero, de repente, un susurro le llegó desde el fondo de la negrura.

«Te tememos, sí, pero no por lo que has hecho, sino por lo que aún no sabes que harás», susurró una voz misteriosa. «En este espacio entre el vacío y la realidad, las acciones son sombras, y cada elección resuena como un eco en un abismo sin fin».

La oscuridad se tornó más densa, y el eco se transformó en una serie de susurros ininteligibles. Sin embargo, algo en la atmósfera cambió. La presencia invisible, que antes solo se manifestaba en golpes y silencios, ahora parecía querer comunicarse de manera más compleja.

Una ráfaga de viento frío llenó el espacio, como si el universo estuviera contemplando al protagonista desde alguna dimensión desconocida. La incertidumbre se hizo más profunda, pero también la sensación de que algo más grande estaba en juego.

El protagonista, aún envuelto en la penumbra, se encontraba ante una elección: quedarse parado en la oscuridad o aventurarse más allá de la puerta para descubrir lo que el destino, o tal vez los dioses de Oriente, le tenían reservado.


El ángel

Muchos creen que los ángeles habitan las nubes, pero no es cierto. Los ángeles no tienen alas, y nacen fruto del amor o de la pasión, que, al menos mientras dura, no es otra cosa que amor también. Los ángeles nacen en la tierra y de la tierra viven, gozan y sufren, tanto lo que esta les ofrece como lo que los humanos han inventado y secuestrado de ella.

Por eso, los ángeles lloran. Y se emborrachan también, se embriagan para huir al paraíso al que pertenecen, por un ratito aunque sea, pagando el alto precio de su osadía en forma de resaca.

Ellos pretenden traernos el paraíso, pero no pueden, pues los humanos nos empeñamos en seguir construyendo el infierno. Lo intentan, tropiezan y lo intentan de nuevo, lloran otra vez y lo vuelven a intentar. Son tercos como los burros empeñados en alcanzar la zanahoria que pende de una cuerda sobre sus frentes arrugadas.

Bendita obsesión.

Yo conocí a un ángel en la playa, por casualidad. Uno nunca espera encontrarse con lo divino, pero ahí estaba la divinidad, en aquella sonrisa inmensa: lo supe desde el principio.

Luego me enteré de que su corazón tenía muescas; algo normal cuando uno no deja de ofrecerlo, de prestarlo, de regalárselo a todo el mundo.

Daños colaterales, como diría cualquier ministro de la guerra. Solo que, en este caso, fuera por buscar la paz.

He de reconocer que su tierna ingenuidad me divierte en ocasiones, ¡pero ojalá se expandiera por el mundo como una pandemia de luz! Seguramente, el veneno que nos consume dejaría de ser tan amargo. Y volveríamos a ser niños con mirada ilusa pero luminosa, la sonrisa sincera, y ansia por descubrir.

Sé por el ángel que conozco que no hace falta ser viejo ni diablo para entenderlo todo. Su humildad ensancha sus orejas y sella sus labios; su juventud engaña, pero sabe sin saber que sabe y mucho más que aquellos griegos que daban sermones con túnicas negras y barbas blancas. Sí, lo veo en sus ojos que te penetran sin invadirte, que más que mirar, te besan.

Tuve la inmensa suerte de encontrarme un ángel en la playa. Le regalé una piedra, y a cambio, recibí la fe.

Los milagros existen, los ángeles los hacen. Por eso le rezo a diario, le cuento mi vida, esa que tan poco cambia atrapada en la cárcel de la rutina; pero el ángel me escucha igualmente, y me pregunta aunque ya sabe, y me busca aunque se aburra. Me hace sentir que ya no estoy solo en este mundo.

Nunca podría agradecerle lo suficiente que me curara cuando estaba herido. Le propuse dormir conmigo, y quiso. Luego bebimos la sangre de Cristo. Cerramos los ojos. Ya estaba a salvo.

Fue entonces cuando se produjo su primer milagro: que un pobre diablo como yo okupe un pequeño rincón del paraíso.

Un lugar modesto, sin reglas ni cifras, sin vanidades e intereses, en su maltrecho corazón.


Ser lo suficientemente valiente

Me he llevado mucho tiempo pensando que era demasiado tarde. Pero me equivocaba: nunca es demasiado tarde.

Uno siempre está a tiempo de dejar que el fuego que grita en su interior le devore; dejarse consumir por él y convertirse en sus propias cenizas. ¿Y qué más da el resultado o las consecuencias? Lo importante es dejar que pase.

Porque así, solo así, merece la pena estar vivo.

Que nunca es demasiado tarde; tan solo es que nunca fuiste lo suficientemente valiente.


El acoso del abismo

Las miradas tienen colores, hablan. En unos ojos que miran se puede ver el miedo, la ira, el amor, la compasión, el respeto; pero al héroe lo miraban mil ojos vacíos.

El vacío es algo que no suele estar en la mirada, sino más bien en su ausencia, en tanto que lo que no se ve no existe a efectos prácticos. No obstante, todos los ojos que le rodeaban se posaban sobre sus pupilas como atraídos por un rugido inaudible; pero era una inspección hueca.

Cada persona que encontraba a su paso orientaba su cabeza hacia él, como la aguja de una brújula persigue sin más al norte. La gente se paraba a su espalda, tan solo para contemplarlo. Globos oculares emergían a través de los escaparates, en las puertas de los establecimientos, bares y negocios. Los coches aminoraban su velocidad y frenaban a su encuentro; sus ocupantes los abandonaban para poder seguir mirándolo.

Cuando quiso darse cuenta, el héroe estaba rodeado de ojos ojos ojos ojos ojos: incontables faros inexpresivos lo bañaban con su extraña luz. El panorama era inquietante. La calle se había convertido en un verdadero infierno.

Nuestro protagonista se sentía observado, vigilado sin propósito, escudriñado sin ningún motivo, intimidado, confuso; ahogado dentro de una paradoja, víctima de la Santa Inquisición de la Nada. Todavía le quedaba la voz para preguntarle al mundo la razón de su locura, pero ya era demasiado tarde: el miedo había raptado todas las palabras que aún era capaz de recordar. Incontables ojos desiertos lo tenían atrapado, como un sol que se apaga en torno al que orbitan plantas muertos. En la oquedad del sentido de la vista que tanto le acosaba sin rumbo, tan solo existía el abismo.

Parado en medio de la calle, el héroe pudo ver como dentro de esas mil miradas incoloras, acromáticas, mudas… habitaban espejos. Y en cada uno de esos ojos, casi sin darse cuenta, reconoció su propio reflejo.

Fue así como nuestro héroe

dejó de existir

existiendo.

“Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”

Friedrich Nietzsche


Reconciliación

Sentirse como cuando se derrama una copa de vino sobre la alfombra; siendo tú el vino, siendo la alfombra lo que crees que importa. Cuando en el fondo, ni el vino, ni la copa, ni la alfombra destacan sobre el inmenso mar en el que vivimos ahogados sin saberlo; sin buscarlo; sin merecerlo.

Ninguna hormiga piensa que es especial dentro del hormiguero. Los humanos son otra cosa; el diámetro de sus ombliguitos puede asemejarse, para cada cual, a la Vía Láctea.

Los pies se alejan del suelo cada vez que uno imagina las alas de las que carece. La tierra es la árida casa, y aunque se encuentren lagos, charcos y riachuelos, hay que aceptar que nuestro maldito lugar, nuestro auténtico sitio, está en el barro.

Nos parecemos bastante más a los cochinos que a las mariposas. Y hay que vivir con eso. Encuentren su paz en ello.