El ángel

Muchos creen que los ángeles habitan las nubes, pero no es cierto. Los ángeles no tienen alas, y nacen fruto del amor o de la pasión, que, al menos mientras dura, no es otra cosa que amor también. Los ángeles nacen en la tierra y de la tierra viven, gozan y sufren, tanto lo que esta les ofrece como lo que los humanos han inventado y secuestrado de ella.

Por eso, los ángeles lloran. Y se emborrachan también, se embriagan para huir al paraíso al que pertenecen, por un ratito aunque sea, pagando el alto precio de su osadía en forma de resaca.

Ellos pretenden traernos el paraíso, pero no pueden, pues los humanos nos empeñamos en seguir construyendo el infierno. Lo intentan, tropiezan y lo intentan de nuevo, lloran otra vez y lo vuelven a intentar. Son tercos como los burros empeñados en alcanzar la zanahoria que pende de una cuerda sobre sus frentes arrugadas.

Bendita obsesión.

Yo conocí a un ángel en la playa, por casualidad. Uno nunca espera encontrarse con lo divino, pero ahí estaba la divinidad, en aquella sonrisa inmensa: lo supe desde el principio.

Luego me enteré de que su corazón tenía muescas; algo normal cuando uno no deja de ofrecerlo, de prestarlo, de regalárselo a todo el mundo.

Daños colaterales, como diría cualquier ministro de la guerra. Solo que, en este caso, fuera por buscar la paz.

He de reconocer que su tierna ingenuidad me divierte en ocasiones, ¡pero ojalá se expandiera por el mundo como una pandemia de luz! Seguramente, el veneno que nos consume dejaría de ser tan amargo. Y volveríamos a ser niños con mirada ilusa pero luminosa, la sonrisa sincera, y ansia por descubrir.

Sé por el ángel que conozco que no hace falta ser viejo ni diablo para entenderlo todo. Su humildad ensancha sus orejas y sella sus labios; su juventud engaña, pero sabe sin saber que sabe y mucho más que aquellos griegos que daban sermones con túnicas negras y barbas blancas. Sí, lo veo en sus ojos que te penetran sin invadirte, que más que mirar, te besan.

Tuve la inmensa suerte de encontrarme un ángel en la playa. Le regalé una piedra, y a cambio, recibí la fe.

Los milagros existen, los ángeles los hacen. Por eso le rezo a diario, le cuento mi vida, esa que tan poco cambia atrapada en la cárcel de la rutina; pero el ángel me escucha igualmente, y me pregunta aunque ya sabe, y me busca aunque se aburra. Me hace sentir que ya no estoy solo en este mundo.

Nunca podría agradecerle lo suficiente que me curara cuando estaba herido. Le propuse dormir conmigo, y quiso. Luego bebimos la sangre de Cristo. Cerramos los ojos. Ya estaba a salvo.

Fue entonces cuando se produjo su primer milagro: que un pobre diablo como yo okupe un pequeño rincón del paraíso.

Un lugar modesto, sin reglas ni cifras, sin vanidades e intereses, en su maltrecho corazón.

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