[Diario de un confinamiento] Los ojos son el espejo del alma

Un sinfín de confinados ojos aglomerados tras las ventanas se funden con los cristales y maldicen su mala suerte. Ya quisieran tener un balcón desde donde poder contemplar el retorno de la alegría de estar vivos a la ciudad, tras una cuaresma de quieto silencio y perros. Sin duda que la ocasión lo merece, hoy no hay más tele que la calle, aquella efervescencia infantil que demuestra que los niños no se han olvidado de serlo; aunque las mascarillas amordacen el recuerdo de cuando podían escupir libremente entre las rendijas. Ni ellos, ni tampoco sus padres, parecen tener consciencia de sus ojipláticos espectadores; quizás tampoco les importe demasiado haberse convertido en los protagonistas de un espectáculo extraño; porque lo que extraña es precisamente la normalidad. Una normalidad anormal. Aunque ya no se sabe de qué lado queda la anomalía, ya que los ojos no miran por disfrutar la prometida cabalgata; al contrario, se contaminan con ella, enrojecen de pura cólera. ¡Puto gobierno! Panda de rojos…

El fascismo de la vejez se ha convertido en un triple castigo. El colmo de la injusticia se ha cebado otra vez con ellos. Cada risotada, baile o brinco es percibido como una puñalada. Si ellos están tan jodidos, todo el mundo debería joderse. ¡Oh, pobres ventanazis! No pueden salir de casa solo porque ya no son niños a pesar de que muchos de ellos tienen sus buenos siete añazos mentales. ¡Amnistía para los presos de covid o cárcel para toda la nación! ¿Pero esto? No… ¡Aquí no valen medias tintas! O todos moros o todos cristianos. La ley ha de ser homogénea.

Un niño corre calle abajo directo a abrazar a otro y las esferas oculares de algunos mirones revientan, llenándolo todo de pus. Luego los padres se paran, saludan y hablan con los otros padres. ¡Cháchara! ¡Algarabía! ¡Perversión! ¡Libertinaje! ¿Pero qué falta de respeto es esta? ¿La gente no tiene valores? Los chacras de la empatía han sido inhibidos por la rabia. El que no se ha muerto de odio abre la ventana y vomita veneno en un grito; pero nadie los mira allí, nadie los oye en la calle. Y eso les jode todavía más que el encierro.

Saboreando las tibias mieles de la libertad condicionada, las calles parecen estar centradas únicamente en su propia dicha. Esto es aún peor que el virus, sin duda ninguna, no hay quien lo aguante. Midiendo milimétricamente a ojo como francotiradores viejos, desengranan que apenas nadie respeta las distancias obligatorias. ¿Dónde estará la policía ahora, cuando más se la necesita? La ocasión es perfecta para grabarlo todo y denunciar…

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