Aquel pingüino era esbelto, pero se parecía demasiado a los chistes. Se tambaleaba con torpeza de un lado para otro de su glaciar, en busca de una sola cosa: el amor. Y es que estaba verdaderamente obsesionado con ello, a pesar de haberlo ya vivido y gozado intensamente antes. Él creía NECESITAR de su fuente una vez más, beber el cálido y refrescante néctar de alguna otra figura blanquinegra capaz de otorgarle un nuevo sabor al éxtasis –se supone que los pingüinos son amantes monógamos… pero su naturaleza, inevitablemente, rugía. A veces permanecía parado durante horas en frente de pingüinos hembra, esperando a que alguna de aquellas figuras se fijara en sus evidentes virtudes físicas… pero nada, casi nunca ocurría el milagro. Si bien muchas veces lo miraban, finalmente eran atraídas por algún otro pingüino que, aun repleto de visibles taras, sabía moverse lo suficientemente bien como para llamar la atención con su danza-reclamo-cortejo. Es que nuestro pingüino no “bailaba” demasiado bien, no sabía: nació con ese defecto. A menudo se resbalaba y caía a los suelos de hielo o al mar helado; pero él jamás imaginó que aquello de no saber bailar iba a alejarle tanto de la conquista y posterior victoria –la naturaleza siempre tiene su propia lengua; y él, desafortunadamente, no la conocía. Qué desastre.
Y es por eso que cada uno de sus intentos de alcanzar el amor y el éxtasis fueron patéticos –como una broma con muy poca gracia, como ese humor que sólo sabe incidir en la vergüenza ajena de un mundo que no lo mira: un ridículo genuino, frenético y natural, ante el que poco o nada podía hacer para intentar evitar el espanto de los pingüinos hembra…
…Y sin embargo sus entrañas, como viviendo en una fuente de vida aparte, seguían gimiendo en busca del contacto: aleta con aleta, pico con pico, sexo con sexo –imaginaba el pingüino con obsesiva, lasciva vocación.
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Puesto que nada era capaz de conseguir de esa manera, y con sus límites claros y apretando, apresando, arrinconándolo en lo más hondo del fondo de sus carencias, nuestro pingüino comenzó a deprimirse poco a poco… y a pensar en aquella pingüinita que él amara una vez, durante nueve largos meses de un pasado alejado en el tiempo –lo suficiente para ser parte del ayer, pero no tanto para impedir el posible mañana. Veía claramente sus finos rasgos en su memoria, perfilados todos en puntas oscuras de plumas pequeñas y suavemente compactadas, la blancura de su cuello ligeramente amarillenta, su pico alargado, sus ojos grandes. Una y otra vez: ella aparecía en su cabeza. Luego lo intentaba de nuevo, pero volvía a fracasar… y ella reaparecía en su mente sin pedir permiso.
Y ese recuerdo le pisoteaba, le estaba matando. Ahora necesitaba de veras volver a verla. Verla era poder volar. Estaba plenamente arrepentido de su decisión de dejarla, convencido de la verdad y de la vigencia de aquel amor. “Qué dolor, qué carencia”, graznaba desesperado y cobarde, recurriendo a un pasado que de repente parecía no tener fin; llamando a la perdida monogamia hasta que se le desgarraba en balde la voz, hasta que le faltaba el aire, anhelando en cada grito la vuelta de su antigua y desahuciada amada:
Su ex-pingüina, toda una belleza que abandonara en su momento por buscar un sueño en otro cuerpo: uno nuevo que le amara, capaz de espabilarle el alma –¿Que por qué lo hizo? Quién sabe. Quizás simplemente por probar. Por verse capaz. Por sentir algo diferente. Pero puede que no fuera eso… ¿Quién lo puede saber? El instinto habla; y el animal, un mero esclavo, sencillamente obedece.
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El viento llevó aquel cante por mar hasta orillas remotas, allá por donde se hallaba el corazón de su destinataria; un corazón que hizo de antena y oreja; y que en un instante, dio un vuelco. En respuesta a aquellas súplicas, desgarrada ya su dignidad, la antigua amante de nuestro pingüino lloró –primero de alegría, después de pena-, pues se sintió fatalmente atrapada por la canción desesperada que aquél cantaba en su honor con tan honda melancolía. Olvidó su anclado dolor y ocultó su miedo al rechazo –un miedo heredado desde el final de la monogamia-; no obstante, pudo taparlo con el tapiz de un antiguo sueño recién desenterrado. Un sueño que resurgió al oler el rabo entre las piernas de quien la despreciara tanto en su día –para ella, sin ningún motivo para hacerlo “¿Qué pasaba?” Se preguntaba. “Que Todo Parece que Vuelve”, le respondía el viento.
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La pingüinita no pudo evitar guiar su camino por los latidos: era para ella INEVITABLE. No había otra opción. No había ya dolor, ni orgullo en ella: solamente ansias de reencontrarse con aquella imagen difuminada entre el daño, el sueño y la marea.
Recorrió a nado cuantos kilómetros fueron necesarios… pero cuando llegó, ya era tarde: ya era víctima de nuevo del ansia secreta de su supuesta mitad. Porque nuestro pingüino había logrado atraer, no se sabe cómo, a otra pingüina loca, tan loca como él. El resonar de su pico contra el otro pico era el sonido de la pasión más auténtica, pura euforia: demasiado tiempo anhelándolo como para andarse ahora con reservas. De verdad, no exagero, se respiraban las ganas; y pronto harían el amor frente a la atenta mirada de aquella otra figura que alguna vez fuera tan amada por quien hoy mismo la había estado necesitando –tanto, tantísimo… hasta saciar sus instintos con lo que de verdad éstos le pedían. Fue despreciada, engañada, ignorada, sí… pero fue sin querer. Como sin querer fue llamada. Y fue entonces que ella se derrumbó. de nuevo. otra vez se había obsesionado. para nada…
Tanta suerte y tan mala suerte hay ahí, reconcentradas en un solo grano de tiempo que fue mitad carencia, mitad casualidad; justicia e injusticia confluyendo en un solo acto, gritando y desgarrando los momentos y la vida. La pequeña pingüina lloró; Y nuestro pingüino gozó; Y la otra pingüina pronto le dejó por otro;…
Y todo comenzó de nuevo…
La vida siempre sigue su curso: como cualquier río por su cauce, llueva o nieve desde un cielo azul que abarca todo el absurdo de la existencia.
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